Jesús Romero-Trillo
El 7 de abril se recordó el aniversario del comienzo de la guerra de 1994 en Ruanda que se saldó con alrededor de 800.000 fallecidos, en su mayoría tutsis y hutus moderados. Los medios de comunicación reflejaron la brutalidad de la violencia, la crueldad de las matanzas y la incapacidad de los gobiernos del mundo para detener un genocidio retransmitido en tiempo real.
“Hutu” y “tutsi” son los términos de los grupos étnicos que constituyen el 99% de la población de Ruanda. Los hutus representan aproximadamente el 85% y los tutsis constituyen el 14% de la población. El 1% restante lo constituyen los pigmeos, los “twa”. Estos grupos viven juntos al menos desde el siglo XVI cuando se constituyó un reino donde los tutsis eran prevalentemente guerreros y ganaderos, mientras que los tutsis se dedicaban al cultivo de la tierra, y donde los twa ya tenían una posición marginal. El monarca del país era tutsi y mantenía el poder con una élite dirigente de su etnia. Por lo demás, ambos grupos compartían la lengua y las tradiciones culturales y religiosas en la tierra que denominaban de “las mil colinas”.
Durante la Conferencia de Berlín (1885) las potencias coloniales se repartieron África y se asignó al Imperio Germánico el reino de Ruanda y de Urundi (Burundi), territorios que perdió en favor de Bélgica tras la Primera Guerra Mundial. La etapa del colonialismo belga influyó de manera determinante en el desarrollo político del país y, de hecho, hasta los años cincuenta los belgas mantuvieron la estructura social y política que habían encontrado, mediante un sistema en el que los jefes tradicionales tomaban las decisiones que eran aprobadas posteriormente por el poder colonial. Sin embargo, la presencia misionera en el país desde 1900 había hecho notar la marginación a la que se veía sometida la mayoría hutu, por lo que habían nacido en muchas partes del país iniciativas que buscaban la igualdad entre ambas etnias con el apoyo de la Iglesia Católica.
La independencia llegó el 1 de julio de 1962 en medio de una guerra civil que eliminó especialmente a los intelectuales y dirigentes tutsis. El hutu Grégoire Kaybanda, fue elegido presidente del país mientras 150.000 tutsis huyeron a los países limítrofes. Kaybanda sería presidente hasta 1973 y mantuvo en todo momento una estrecha cooperación con Bélgica.
En los años 90 entra en juego un nuevo actor político: el Frente Patriótico Ruandés (FPR), organización armada formada por exiliados tutsis. Paul Kagame será el líder de este movimiento que en 1993 comenzará a realizar incursiones armadas en el país. El presidente del país, Juvénal Habyarimama se encontraba en medio de una gran dificultad política: de una parte, la presión internacional le había obligado a crear un sistema multipartidista (hutu) que le acusaba de corrupción y favoritismo, y por otro lado la presión del FPR era cada vez más insostenible. Ante la falta de apoyo político Habyarimama decide promover el movimiento de los “interahamwe”, jóvenes hutus adiestrados militarmente a modo de milicia que tenían la consigna “el enemigo está a las puertas, el enemigo es tutsi”.
El FPR decide iniciar la guerra y Habyarimama es obligado en 1993 a pactar con el FPR un acuerdo de paz y la constitución de un gobierno de unidad nacional. Los hutus moderados consideran que este acuerdo es una salida adecuada al problema mientras que los extremistas hutus consideran que es una traición a la etnia.
El 6 de abril de 1994 el avión en el que viajaban los presidentes de Ruanda, Habyarimama, y de Burundi, Ntaryamira, fue abatido por un misil. La paternidad del ataque es incierta: ¿fueron los extremistas hutus que no quieren renunciar al poder?, ¿fueron los soldados del FPR que querían llevar la guerra hasta el último extremo? Fuera cual fuera el origen del misil lo cierto es que éste fue el detonante de un masivo holocausto a golpe de machete. Los interahamwe, las fuerzas armadas y todos los que querían reivindicar el “hutu power” eliminaron a tutsis y hutus moderados (incluido el primer ministro hutu). En pocos meses el perfil étnico y social del país cambió radicalmente: murieron cerca de un millón de habitantes, más de otro millón huyó del país, y regresaron ochocientos cincuenta mil exiliados.
Aunque han pasado casi treinta años, la masacre de Ruanda queda en nuestra memoria no solo por sus dimensiones, sino también por su celeridad. Hemos asistido a otros genocidios desde entonces, como el de Srebrenica en 1995 durante la guerra en la Ex Yugoslavia, y en estos días seguimos asistiendo a la persecución de los Rohingya sin que haya una respuesta internacional que la detenga.
Nuestra sociedad parece que se ha cansado de la historia. Sin embargo, la mejor vacuna contra el virus de la guerra es el recuerdo. No lo olvidemos.
Catedrático de Filología Inglesa en la UAM.
Publicado originalmente en elimparcial.es