En el congreso extraordinario del PSOE en 1979, con la posibilidad de acceder al poder al alcanza de la mano, el dirigente Felipe González dio un salto estratégico de gran magnitud: quitar el componente marxista a los documentos del partido y pasar, de modo natural, del socialismo a la socialdemocracia.
En 1992, el presidente mexicano Carlos Salinas de Gortari acudió a la sede del PRI a celebrar su sesenta y tres aniversario y ahí anunció que el concepto político-ideológico-histórico-de clase de “Revolución Mexicana” salía de los documentos básicos del partido y se incorporaba el gelatinoso concepto de “liberalismo social” que quería sonar al Benito Juárez progresista del siglo XIX, pero que en realidad se refería a la ideología conservadora que le permitió a Juárez fundar el capitalismo mexicano que después potenciaría el dictador Porfirio Díaz. Este salto salinista facilitó el neoliberalismo de mercado del Tratado de Comercio Libre con EEUU y Canadá en 1993.
Pero todo lo que va… suele venir de regreso. Cuarenta años después del giro no-marxista, el PSOE tuvo que buscar un gobierno de coalición con la formación socialista-comunista de Unidas Podemos y su aliado Izquierda Unida, la formación que nació del Parido Comunista de España. La gestión de gobierno se ha basado en una agenda de izquierda comunista, aunque eludiendo la lucha frontal de clases. Veintiséis años después del Estado neoliberal de Salinas, López Obrador emergió de lo profundo del viejo PRI social y estatista para ganar la presidencia y operar un programa de reconstrucción del Estado social, intervencionista y regulador.
Queda, como punto de referencia, el hecho de que las ideologías siguen como banderas de coyuntura, pero sin solidez. En 1960 el intelectual estadunidense Daniel Bell registró el fin de las ideologías en una coyuntura histórica determinante: guerra de Corea, primeros escarceos de la guerra de Vietnam, revolución cubana marxista victoriosa y una guerra fría militar e ideológica, aunque usando las ideologías como arma de destrucción masiva y no como un proyecto social viable.
España ha debido de pasar por el colapso socialista en Madrid y el redespegue de la derecha y el partido Morena de López Obrador ha bajado sus expectativas a una primera minoría, si acaso pierde la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados –el espacio de la modificación de leyes– que había logrado apenas en 2018. La clave de la gobernabilidad mexicana radica en la mayoría absoluta de 51% para hacer leyes sin alianzas y de mayoría calificada de 2/3 partes con alianzas para modificar la Constitución. Por mandato constitucional, ningún partido por sí mismo puede tener más de 60% de diputados, por lo que la mayoría calificada de 67% siempre será de alianzas. De 1917 a 1985 el PRI tuvo un promedio de 75% a 90% de diputados; hoy ya no.
La batalla electoral del presidente López Obrador, por tanto, radica en conseguir 51% de votos para su partido, hoy ya sin la ayuda inexplicable que tenían las leyes electorales anteriores para construir una sobrerrepresentación. Por sí solo, Morena sacó el 39% de los votos en 2018, pero por alianzas, compra de diputados y legisladores que llegaron por otros partidos y se pasaron a Morena pudo tener una base de 51%. En el Senado, la cámara que tiene que ratificar reformas constitucionales, Morena no tiene mayoría calificada ni mayoría absoluta.
El problema de la elección mexicana es una crisis de anomia: la incapacidad de nombrar a las cosas por su nombre. Morena y López Obrador han eludido el calificativo de populistas, no les gusta que les digan progresistas, no alcanzan características de revolucionarios y tampoco usan el apellido social o popular.
Del lado contrario hay una alianza del PRI, el PAN y el PRD, ahora fortalecidos con la Confederación Patronal, un sindicato de empresarios como formación política, y ahora organizaciones de la sociedad civil financiados nada menos que por la Agencia Internacional de Desarrollo –la famosa USAID que ha tenido una negra historia de represiones y golpe de Estado– de la embajada de EEUU. Y si bien defienden el proyecto neoliberal de mercado del Tratado de México con EEUU y Canadá, su bandera es “la democracia” contra el autoritarismo que le achacan al gobierno de López Obrador.
Sin ideologías, las expresiones son extrañas: el PRI se alía al PAN que nació para combatir la Revolución Mexicana que encabezaba el PRI; y el PRD que nació del registro legal del Partido Comunista Mexicano, ha pasado a la derecha neoliberal. En 1985 el embajador estadunidense John Gavin construyó una alianza PAN-empresarios-iglesia conservadora-EEUU para combatir al PRI, pero ahora todos son aliados. Y Morena, que nació del profundo sur priísta, de muchas maneras resume en su proyecto al PRI de la Revolución Mexicana, al PRI progresista.
Para el analista racional es inconcebible la alianza PRI-PAN-PRD-Coparmex-embajada de EU, pero las ideologías en México nunca han sido determinantes. El único partido con definición ideológica fue el Partido Comunista de 1919 a 1989, pero en 1989 le dio su registro nada menos que a los priístas de Cuauhtémoc Cárdenas para fundar el PRD que hoy aparece aliado a la derecha más conservadora y con tintes fascistoides. Los últimos sobrevivientes ideológicos del viejo Partido Comunista están en Morena apoyando un programa populista.
Al final, las elecciones del 6 de junio en México confrontarán al liderazgo personal y centralista de López Obrador con la oposición neoliberal de mercado, pero sin que ninguna de las dos propuestas pueda servir para sacar a México del hoyo de la crisis.
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