Manu de Ordoñana, Ana Merino y Ane Mayoz
Con este título, Carlos Fuentes (Panamá, 1928-México, 2012), premio Cervantes 1987, pronunció un discurso en inglés durante la inauguración del V Festival Internacional de Literatura, celebrado en Berlín en septiembre de 2005, en defensa de la novela como género literario, alentando el diálogo y rechazando el choque de civilizaciones en el mundo.
El núcleo de su exposición fue básicamente el examen de la obra Don Quijote de la Mancha, una continuación de lo que ya había dicho el 20 de abril de ese mismo año, en su discurso de aceptación del doctorado honoris causa de la Universidad de Castilla-La Mancha, sobre la que está considerada como la mejor novela escrita de todos los tiempos.
Este atributo le suscita una primera cuestión, la de saber si los long sellers (los libros más vendidos durante un largo plazo) se oponen a los best sellers (los libros más vendidos en una temporada). No existe una respuesta que se adapte a todos los casos: ¿por qué se vende un best seller y por qué perdura un long seller? Algunos escritores alcanzan una gran popularidad y pronto desaparecen para siempre. Las listas de los superventas de los últimos cincuenta años son, salvo pocas excepciones, un lúgubre cementerio de libros muertos.
Sin embargo, Don Quijote fue un enorme éxito desde que apareció, por primera vez en 1605, y sigue vendiéndose ininterrumpidamente. Podría pensarse que Cervantes estaba en sintonía con su época, a diferencia de Stendhal, quien escribía únicamente para “algunos afortunados” y le llegó la celebridad en el siglo XX debido a los elogios de Balzac y al esfuerzo del crítico Henri Martineau para perpetuar su nombre.
¿Existe alguna relación entre los escritores y la época en que vivieron? ¿Serviría eso para entender los libros que escribieron, la imaginación que les impulsó a escribir, su manejo del lenguaje, su acercamiento crítico al arte de la literatura, su conciencia de pertenencia a la tradición más amplia que invoca Milan Kundera? En su último libro, El telón, el escritor checo afirma que un novelista pertenece a una tradición más que a su país o a su lengua materna. Se refiere a esa familia de la literatura mundial a la que aspiraba Goethe, y que cada escritor fomenta, independientemente de las literaturas nacionales, que ya no representan nada importante.
Cervantes, en cambio, forma parte de una tradición de la que él no puede hablar: la tradición de Erasmo de Rotterdam (1466-1536), el faro de comienzos del Renacimiento en la corte del joven Carlos V, una vela que los fríos vientos dogmáticos de la Contrarreforma extinguieron con rapidez. Tras el Concilio de Trento (1545), la Inquisición anatemizó a Erasmo y su obra se mantuvo en secreto. Cervantes estaba impregnado de esta filosofía prohibida que buscaba la reconciliación entre la Fe y la Razón, rechazando no sólo los dogmas de la Fe, sino también los de la Razón. Por eso Cervantes, siendo discípulo español de Erasmo, se vio obligado a disimular sus afinidades intelectuales.
El principal libro de Erasmo, Elogio de la locura (1509), es la figura de un Don Quijote que deambula a través de un universo erasmista donde cualquier verdad es sospechosa y hace que la incertidumbre lo bañe todo: es así como la novela moderna obtiene su certificado de nacimiento. Cervantes, al no poder admitir la influencia liberadora del pensamiento de Erasmo, lo supera: la sensatez de Rotterdam se torna locura en la Mancha, y la unión de la sabiduría y la ignorancia da origen a la novela tal como la entendemos nosotros: un espacio privilegiado de incertidumbre.
Lugares, nombres, autor, todo es incierto en el Quijote. Nombres inciertos: ¿Es de verdad don Quijote un hidalgo arruinado llamado Alonso Quijano, o Quijana, o tal vez Quesada? ¿Dulcinea es Aldonza?; Y nombres extravagantes como los imaginarios adversarios de Don Quijote, el gigante Pentapolín del Arremangado Brazo y el bachiller Sansón Carrasco como “el Caballero de los Espejos”. Hasta el mismo protagonista adopta apodos como “el Caballero de la Triste Figura” o “el Caballero de los Leones”, o a la manera pastoral como “Quijotiz”, o el ridículo “don Azote” de la venta o incluso el “don Gigote” del cual todos se burlan en el palacio ducal. Además, doncellas desamparadas devienen en reinas y princesas; jamelgos descarnados pasan a ser rocines heroicos, castellanos iletrados se transforman en gobernadores…
¿Y qué decir del autor de la novela? ¿Un tal Cervantes, más versado en desdichas que en versos, cuya “Galatea” ha leído el cura que hace el escrutinio de los libros de don Quijote? ¿Un tal Saavedra, mencionado por el Cautivo con admiración, a causa de los hechos que cumplió por alcanzar la libertad? ¿O se debe la autoría al agónico quehacer del historiador arábigo y manchego Cide Hamete Benengeli, quien vierte al castellano los papeles de un anónimo traductor morisco rescatados de un basurero? ¿O será el villano usurpador Alonso Fernández de Avellaneda, autor de la versión apócrifa, que obliga a don Quijote a cambiar de ruta y seguir a Barcelona a fin de denunciar la farsa de Avellaneda y demostrar que él, «don Quijote, es el verdadero personaje de la novela?». ¿O será Ginés de Pasamonte, galeote liberado por don Quijote, llamado también Ginesillo de Parapilla, personaje transformista que vuelve a aparecer como el titiritero Maese Pedro, a quien Francisco Rico identifica como el aragonés Jerónimo de Pasamonte?
Esa incertidumbre se ve fortalecida por la gran revolución democrática que forjó Cervantes y que consiste en la creación de la novela como lugar común, la plaza central como sitio de encuentro en la ciudad, el espacio público donde todos tienen derecho a ser oídos, pero nadie tiene la exclusividad de la palabra. Este principio conductor de la creación novelística se transformó en lo que el ensayista Claudio Guillén (1924-2007) llama un “diálogo de géneros”.
Antes de Cervantes la narración podía agotarse en una única lectura del pasado: la épica, o del presente: la picaresca. Cervantes mezcla pasado y futuro, transforma la novela en un proceso crítico que propone al principio la lectura de un libro que habla de un hombre que lee libros y que posteriormente se convierte en un libro sobre un hombre que sabe que será leído. Cuando Don Quijote entra en la imprenta de Barcelona y descubre que lo que se imprimió es su propio libro, El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, nos encontramos de golpe sumergidos en un mundo de lectores verdaderamente nuevo, de lecturas accesibles a todos y no sólo a un estrecho círculo en el seno del poder, sea éste religioso, político o social.
Desde la época de Cervantes, la novela, mediante la multiplicación tanto de autores como de lectores, ha devenido en vehículo democrático, un espacio de libre elección, de interpretaciones alternadas del yo, del mundo y de la relación entre el yo y los otros, entre tú y yo, entre nosotros y ellos. La religión es dogmática. La política es ideológica. La razón tiene que ser lógica. Pero la literatura tiene el derecho a ser equívoca.
La ambigüedad en una novela es quizás una manera de decirnos que, dado que los autores (y por lo tanto también la autoridad) no son fiables y pueden ser explicados de muchas maneras, lo mismo con todo el mundo. Porque la realidad no es inmutable, sino cambiante y sólo podemos acercarnos a ella si dejamos de pretender definirla. Las verdades parciales que propone una novela son una defensa contra los abusos dogmáticos. Entonces, ¿por qué los escritores, considerados políticamente débiles e insignificantes, son perseguidos por los regímenes totalitarios como si fuesen verdaderamente importantes?
De Rabelais y Cervantes a Grass, Goytisolo y Gordimer, la ficción es otra manera de cuestionar la verdad; nos esforzamos en alcanzarla a través de la paradoja de una mentira y esa mentira quizás se llame imaginación. Con Cervantes la novela estableció su certificado de nacimiento basado en una mentira que es el fundamento de la verdad. Porque por medio de la ficción el novelista pone a prueba a la Razón. La ficción inventa lo que le falta al mundo, lo que el mundo ha olvidado, lo que espera alcanzar y tal vez no alcance nunca. La ficción es pues una manera de apropiarse del mundo, de darle color, sabor, sentido, sueños, noches de vigilia, además de la perseverancia e incluso la perezosa tranquilidad que necesita para seguir existiendo.
Cervantes vivió su época, la España decadente de los últimos Habsburgo, Felipe III y la devaluación de su moneda, la caída económica como consecuencia de la sucesiva expulsión de las industriosas poblaciones judía y árabe, la forzosa necesidad de disimular los orígenes hebreos y moros. Todo ello provocó la aparición de una sociedad hecha de frágiles máscaras, carente de administradores verdaderamente eficaces al servicio de un imperio tan extenso, y a su vez la desaparición del oro y la plata de las Indias en las poderosas centrales comerciales del Norte de Europa. Surgió así una España de pícaros y mendigos, de gestos vacíos, aristócratas crueles, caminos devastados, posadas miserables y gentilhombres quebrados que, en tiempos más vigorosos, habían conquistado México y navegado por el Caribe, dando al Nuevo Mundo sus primeras universidades y sus primeras imprentas: la fabulosa energía de España puesta en la invención de América.
Así como Cervantes respondió a la degradada sociedad de su época mediante el triunfo de la imaginación crítica, nosotros nos vemos también enfrentados a una sociedad degradada sobre la que estamos obligados a reflexionar acerca de la manera en que ella se infiltra en nuestras vidas, nos circunda e incluso nos expone a la permanente situación de tener que contestar al paso de la historia con la pasión de la literatura. El lenguaje es el fundamento de la cultura, la puerta de la experiencia, el techo de la imaginación, el sótano de la memoria, la alcoba del amor y, sobre todo, la ventana abierta al soplo de la duda que cuestiona e interroga. En todas las grandes novelas, hay un proyecto humano, llámese pasión, amor, libertad o justicia, que nos invita a adecuarlo a la actualidad y convertirlo en realidad, aun cuando sepamos que está condenado al fracaso.
“Entre el sufrimiento y la nada, elijo el sufrimiento” —célebre frase de Faulkner—, a la que agregó: “el hombre prevalecerá”. ¿Acaso no es ésa la verdad de la novela? La humanidad prevalecerá y lo hará porque, a pesar de los accidentes de la historia, la novela nos dice que el arte restaura la vida en nosotros, esa vida que la aceleración de la historia ha menospreciado. La literatura hace real lo que la historia olvidó. Y porque la historia es lo que fue, la literatura ofrecerá aquello que la historia nunca fue. Por esta razón nunca podremos atestiguar el fin de la historia, salvo que adviniera el fin del mundo.
El autor de La muerte de Artemio Cruz concluyó su discurso con estas palabras: “Hablo como escritor en lengua castellana procedente de un continente que es íbero, indio y mestizo, negro y mulato, atlántico y pacífico, mediterráneo y caribeño, cristiano, árabe y judío, griego y latino. No puedo aceptar la tesis de que vivimos en un conflicto de civilizaciones, porque todas las que he citado son mías y en mi alma no se pelean. Se hablan entre ellas y discuten para entenderse. El lugar donde todas se encuentran, el lugar del discurso, del pensamiento, de la memoria y de la imaginación que cada uno y cada una de nosotros lleva en sí, participa en un diálogo de civilizaciones y niega el fin de la historia. ¿Cómo podría llegar el fin de la historia mientras no hayamos dicho nuestra última palabra?”