La primera y hasta ahora más importante frase de poscampaña del demócrata Joe Biden como candidato adelantado en los conteos de votos no debe pasar desapercibida, porque implica un mensaje más hacia el mundo que hacia los estadunidenses: “los EE. UU. están de regreso en el juego”.
Las primeras interpretaciones confirmaron el peor de los mensajes: si el modelo MAGA (Make America Great Again, hagamos grande a los EE. UU. otra vez) de Trump tuvo una consolidación interna, Biden ha dejado claro que su MAGA será una tarea de engrandecimiento del poder estadunidense hacia afuera, como en los años imperialistas de la alianza republicanos-demócratas en estrategia militar de seguridad nacional. Trump, por ejemplo, se distanció de la OTAN para que los países europeos aumentaran gastos de defensa y no dependieran del ejercito estadunidense; Biden, en cambio, regresará al modelo de imperialismo militarista externo, en el entendido de que la economía armamentista es uno de los motores del poder del dólar.
En este sentido, la victoria de Biden ha sido una mala noticia para los países que forman parte del juego del equilibrio –o desequilibro, más bien– de la geopolítica mundial: la Casa Blanca potenciará en el exterior el poder de dominación imperial que Trump había descuidado; sus acercamientos a Rusia, China, Corea del Norte y hasta Irán llevaron al mundo a una incomprendida distensión mundial. Ahora Biden, como parte del proyecto de reconfiguración del poder estadunidense mundial, restaurará el dominio militar sobre el mundo, comenzando con la reanudación del terrorismo árabe radical como la principal amenaza.
En este contexto se debe recuperar la carta pública de casi quinientos funcionarios y exfuncionarios de la comunidad de los servicios de inteligencia civiles, militares y privados circulada en septiembre como parte de los apoyos de funcionarios de la línea dura militarista del gobierno y la economía militar y pedían votar por Biden porque era el único que podía restaurar el respeto –concepto que se usa como sinónimo de miedo– al poder estadunidense. No será extraño, por tanto, que el próximo año veamos una reactivación de los grupos islámicos radicales que usan el terrorismo ante el aumento de la presencia de tropas estadunidenses en la zona árabe de conflicto religioso-petrolero.
En este escenario, también, debe analizarse el apoyo del expresidente George Bush Jr. al candidato Biden cuando Trump se negaba a reconocer como definitivas las cifras que le daban la mayoría de los colegios electorales al demócrata. Ese apoyo estuvo a punto de entregar Florida y Texas a los demócratas, pero Trump logró mantener la mayoría republicana. La alianza republicanos-demócratas ocurrió en el escenario de la propuesta de Biden de reforzar la seguridad nacional militarista estadunidense en el mundo para, lo dijo Biden, “regresar al juego” de poder mundial.
Los presidentes de los EE. UU solo tienen tres funciones reales: la primera está en su papel de figura de consenso del poder estadunidense, la segunda es la seguridad nacional y la tercera son los impuestos. Y si se quiere resumir las tres en una sola, habría que tomar prestado el concepto de Gore Vidal de que, en los ochenta en que se reconfigurada el poder mundial con la guerra de las galaxias de Ronald Reagan, los EE. UU son hoy un “Estado de seguridad nacional”.
Luego de la victoria de Trump hace cuatro años, la línea militarista de su equipo asesor recreó el modelo Tucídides de imperialismo: armarse y atacar a quienes pudieran convertirse en más poderosos, recreando la guerra del Peloponeso. Sin embargo, Trump dejó claro que la grandeza de los EE. UU. no estaba en el poder militar mundial subsidiando la falta de inversiones militares de los aliados y dejando a la Casa Blanca el peso de la fuerza militar. En lugar de guerra nuclear amenazante, Trump acudió a la guerra de aranceles con China y a un acercamiento personal con el norcoreano Kim Jong-un para desmontar el modelo republicano kissingeriano de la hegemonía mundial por la fuerza.
Biden regresará al consenso social militarista, aumentando la presencia militar estadunidense en el exterior y sobre todo en la zona árabe de conflicto religioso-territorial-petrolero, lo que sin duda revivirá la amenaza del terrorismo contra la Casa Blanca. En esta lógica se confirmaría el argumento de que los EE. UU. necesitan, en el enfoque republicano-demócrata, la amenaza de un enemigo externo para consolidar los consensos internos, aunque, como ocurrió con Bush Jr., la Casa Blanca diga mentiras y fabrique enemigos donde no los hay. El terrorismo fue usado por los EE. UU., después de 1989, como el fantasma de agresión terrorista, para motivar decisiones militaristas ante la derrota del comunismo.
Trump fue un problema para los estadunidenses por su carácter, su agresividad, su vulgaridad y sus actitudes insoportables, pero tomó una decisión estratégica de alejarse del escenario mundial guerrerista; Biden, en cambio, necesitado de mayor consenso interno porque el trumpismo se quedó con el 47% de los votos populares y con la posibilidad de dominio del Senado, usará la amenaza externa para tener fortaleza interna. Este escenario explicaría el mensaje –¿amenaza? – de Biden de que los EE. UU. están de “regreso al juego” geopolítico mundial.
SI la elección del 2016 salió derrotada la línea de seguridad nacional militarista de Hillary Clinton –ella y Obama como senadores votaron a favor de la invasión a Irak en 2003 tomada por el presidente Bush en base a inteligencia fabricada por la CIA y el MI-6 inglés–, la opción Biden fue la de la restauración de la grandeza estadunidense a través del poder militar y la acción geopolítica.
A los europeos no les gustaba Trump por vulgar, pero dentro de poco comenzarán a extrañarlo por su aislacionismo.
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