Andrés Trapiello a todo galope y pulso madrileño

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Diego Medrano

Andrés Trapiello, cínico y lúcido, divertido y misántropo, letraherido y solitario, publica la novela de su vida: Madrid (Destino). Más de diez ediciones, en estos tiempos, lleva la criatura con menos de un año de vida. Empieza el viaje con Los vagabundos, pero todavía más con la bronca familiar en León, la fuga y estampida y espantá inmediata, la llegada a la Corte, el peregrinar vendiendo libros de segunda mano y biblias por Gran Vía, Serrano, pensiones de mala muerte, habitaciones alquiladas, muda limpia y sucia, y Madrid ya para siempre desde 1975, hasta conquistar casa, mujer y hacienda en Conde de Xiquena, nada mal este pulso.

Trapiello es terco, no se mueve un ápice por donde siempre anduvo: Galdós, Juan Ramón y Azorín. Busca la página silenciosa, el renacimiento y no barroco del alma, mucho almario pero todavía más monstruario por los costurones. Lo cuenta su maestro y lo coloca él como frontis al monumento entero: “Pueblo nací y pueblo soy” (Fortunata y Jacinta). Entre medias, dos obsesiones: una Ramón Gaya, en su tartamudez habitual y alzheimer eterno; otra Francisco Umbral, grande entre los gigantes, de quien cuenta mucho salvo cuando le invitaba a botellas de vino por los figones antiguos del barrio de las Letras, a quien llama “autobús de línea”, porque solo habla o hablaba de sí mismo, debe ser que ahora toca alternar con Arcadi Espada, pedante y vacío hasta el tuétano, otro que perfila melena y dioptrías umbralianas, pero sin apear idiocia, ruralismo, paletismo y costra.

Madrid es una maravilla: une historia general e intrahistoria unamuniana sin clemencia. Libro frío y cálido, mucha nieve en los primeros pasos, poca estufa, pero todo despega al mandar a tomar vientos a los vagos de la Movida madrileña y encerrarse a escribir en serio. Todo cambia al contraer nupcias, concebir a sus dos retoños, ver pasar las últimas ovejas por Carabanchel y no separarse un milímetro de la letra impresa, libro y periódico, mucha Cuesta de Moyano y cero libros actuales, solo clásicos, solo calidad, tierna leña al fuego.Nos lo cuenta todo de Madrid, el poblachón manchego y el ramoniano/galdosiano con mucha pobreza de aguas y eso mismo, aguadores cariados y con el palillo a un extremo de la boca. Madrid de los Carabancheles, altos y bajos, Casa de Campo, Usera, barrio de Salamanca, Teatro Real donde Bergamín veía atardecer, placitas del Conde de Barajas donde María Zambrano no invitaba ni a un vaso de agua, todo el Rastro y el aroma menestral de la calle Toledo, canalillo mágico y duradero, entre vagina y ano. Echa pestes contra Mesonero Romanos, cuando él hace un poco lo mismo, costumbrismo cálido y lujoso, bajo una erudición musical, con Bonet o sin Bonet al lado comiendo churros. Hay un cuarto maestro: Baroja. Todo un mundo, sí, de escritores en voz baja, letra menuda y pequeña, honestidad brutal, pánico por acabar el papel arrugado.

Trapiello es todo seducción, pisa el acelerador, pero lo suelta cuando la olla hierve, hay que joderse. Cuenta, por ejemplo, nos va contando, algo maravilloso, la vieja leyenda de las callecitas traseras a Gran Vía, mapa del pecado, calle Ceres hoy desaparecida, calles mal cortadas y callejuelas miserables, donde estaban los prostíbulos más sórdidos, con mujeres que habían pegado mucho gálico a sus parroquianos, y la de los Gitanos, donde hacían la calle las estucadas ninfas, que decía Galdós”. Queremos más estucadas ninfas cuando nos cierra el cine, humanizadas por Gutiérrez-Solana, tan distintas las pobres a las de postín en Chicote, Tánger o Capitol (¿y las de El Corrillo de Serrano o Nebraska? No calles, picarón, suelta el ancla). Por metros baja la tarifa, y así Solana pintó Ceres con palabras para asombro amarillo entre arreboles: “Así está hecha esta calle moderna que no sirve para nada, a fuerza del sudor de sus trabajadores”. Es caro el destilado húmedo y secreto, ay.

Más bohemia en otras traseras, la de la Puerta del Sol, la de Santa Ana, la de los alrededores de la Plaza Mayor, calles madrileñas no rectas y con joroba, donde las luces rojas de neón unas veces están arriba y otras abajo. Oposiciones de Trapiello a Bibliotecas que, por fortuna para sus lectores, no saca. Mucho paseo sin un duro por el Retiro o ese centro de Madrid que implica no tomar nada. “¡Ah, un romántico!”, le espeta su suegra, señora bien del barrio de Salamanca y mejor pasar a su hija cuando se entera del enlace. Falta el maestro principal, Cervantes, simpatía por el débil. Quevedo se ríe “de” un cojo y don Miguel lo hace “con” un cojo. Orilla del Manzanares, esperanza de río, charco ambulante, seco y casto como don Quijote: “ (…) más agua trae en un jarro/ cualquier cuartillo de vino”. Esperanza de río eterna como la otra, pura película traviesa que Trapiello evita: “Al pasar por la calle/ de la Esperanza,/ tropecé con la esquina/ de tu mudanza./ No me hice daño,/ porque vivo en la calle del Desengaño”. Sanidad y lindos aires, sí, y los cielos menos nubosos que otros claros. Jabón Chimbo, venéreas, enfermedades secretas y ojos grandes.

Escritor

Publicado originalmente en elimparcial.es