Oscar González
El éxito no es definitivo, el fracaso no es fatal: es el valor para continuar lo que cuenta. (Winston Churchill)
Guadalajara en un llano y México hecho una laguna de mierda. México que se nos hunde bajo los pies, que se nos cae entre los pedazos de piedra que se deslavan de los edificios tocados por el dedo implacable de otro 19 de septiembre.
En la Alameda el ventrílocuo quedó ahogado con su propia saliva, al lado del muñeco que ya no para de hablar. Los cruzazulinos cargan el peso de una derrota que va más allá del deporte mientras un mudo agita sus brazos para espantar la parvada de sombríos pronósticos. Los microbuses se llenan de atolondrados atlistas y jóvenes casamenteras hermosas que no nos dejan más salida que correr tras de ellas para poderlas tocar con el rubor de nuestras mejillas de amantes sietemesinos.
Más allá, los ciegos hacen chambritas para proteger del frío a sus recuerdos y las ancianas miran con expresión ausente por si algún día ven aparecer el mar. Un mar que cada vez más se parece y desaparece a la neblina de sus cataratas.
Luego se hace el silencio, ese que deshebra las láminas hechas de papel arroz de nuestro pasado, solo o compartido, con o sin sangrita, pero con limón: porque es pecado beberse la vida sin siquiera uno de esos limones medio exprimidos de los puestos de pastor para darle algún sabor, porque a estas vidas nuestras cada vez más insípidas que parecen hostias de consagrar hay que darles al menos el beneficio de la duda de algún pequeño pecado que les dé algo de sabor, aunque sea el de bebérsela sin siquiera un limón.
Y después llegar al viejo departamento que recién han maquillado para esconder las profundas cicatrices de su cara y encender la vieja pantalla de plasma y ver en cualquier página pirata de la red aquella película del luchador enmascarado, ese de los hombros tan grandes que nos levanta sobre ellos como para jugar al caballito y así nos remonta a nuestra infancia, al tiempo que vimos esa misma película por primera vez. Esa infancia que perdimos y no por un juego de canicas. Esa infancia que era infinita y era nuestra y venía ribeteada de colores y sabores que el vendedor de algodones y el chicharronero secretamente nos contrabandeaban afuera de la escuela y que en algún momento dejamos arrumbada, por descuidados, como nos decía mamá, o por pendejos, como nos decimos ahora nosotros mismos, a la hora de crecer.
Y estamos llenos de aparatos inteligentes que compramos para reafirmar lo que somos y que a la primera oportunidad que tienen de decirlo los cambiamos y borramos sus memorias para no tenerlos que escuchar.
Y compramos computadoras para hacer avioncitos de papel que dejamos para después al sentir la mirada retadora de cualquier hoja del escritorio. Y las hojas tristes de los árboles terminan su existencia cualquier otoño sin haberle declarado su amor al tinaco por lo que seleccionan cuidadosamente el cofre más vistoso de algún auto para posarse en él y llega el dueño y las quita con la mano, las arranca de su festivo ataúd y las atropella al avanzar como a aquel muchacho de la bicicleta que no tiene un reglamento y circula por la ciudad sintiendo que es la rebelde víctima de automovilistas y peatones… ese ciclista que se levanta y le mienta la madre sin mucha convicción mientras la señora de la limpieza mira por la ventana y piensa que por fin es viernes y se regresa a la cocina a encender el boiler y a pelear con el cochambre del sartén y los huevos de la vajilla que en sus días mozos era una buena imitación de las de talavera de Puebla y que ahora despostillada ha perdido toda su dignidad.
Y el señor de la casa regresa a compartir la suerte de la vajilla y se mete al baño a cagar las inumerables hojas de retención que en la oficina los clientes le han hecho tragar meticulosamente. Y se encabrona con las hemorroides y se caga en su mala suerte al recordar una voz perdida en la bruma de sus cuarenta y tantos mientras los niños pasan tras la puerta y se van al parque a reivindicar las glorias de un deporte que ha tenido sus mejores exponentes en la imaginación de esos cachorros de futbolistas que aburridos de no ser peores que sus ídolos se refugian en la tienda de la esquina y sacan unas chelas furtivas, precursoras de esas que formarán una hilera a lo largo de su vida y con las que prolongan sin saberlo la única tradición familiar. Y en el mar las ballenas se extinguen y en tierra los más cabrones se entretienen jugando con jovencitas que escogen y recogen a la salida de algún bar. Esas que sus ignorantes padres creen que siguen jugando a las muñecas y que un día cualquiera llegan con la muñeca convertida, cual Pinocho, en juguete de carne y hueso. Y el hado que las ha tocado para conseguir el milagro usa lo que queda de su magia para desaparecer. Y cada vez es más difícil ver hermosas colegialas de uniformes sucios sin que te miren con su ojo acusador, porque sonrisas y miradas, en cuestión de género, se han convertido como dijera el viejo en otro ladrillo en la pared. Por eso los más románticos le juran eterna fidelidad a la manuela mientras encienden veladoras frente a las imágenes recolectadas amorosamente de un satélite con entrega a domicilio, dejando en una gaveta oculta revistas y videos que abuelos y padres respectivamente guardaron como herencia familiar.
Más difícil es encontrar una buena obra de arte para sopear con un café. Ahora el arte huele como un muerto de cincuenta años y los pocos buenos artistas son como los niños que avientan una piedra y se echan a correr. Pero en alguna esquina o un buen día en el metro, si se tiene el suficiente cuidado y paciencia, aún se puede ver algún payaso de encendidos colores, semioculto de los cazadores de tradiciones que a lo más los remiten a los cafés de Sanborns para darle globos a los niños. Globos de formas inverosímiles, de personajes animados que se cuelan en los sueños y cobran vida y nos hacen levantarnos sin aliento frente a la mirada espectante de un niño de ojos de espejo en donde vemos el reflejo de un viejo payaso sin color y sin aliento. Ese niño de ojos grandes, abotagado de imágenes revueltas como sus cajones, esas imágenes que sus padres han enterrado en su cabeza como si él también fuera un pequeño armario, ese niño que huele a chocolate y granola y que tiene una hermana egoista pocos años mayor que él y que invita a sus compañeras de clase a su casa y después del postre gusta de jugar con ellas al policia y al ladrón, y el ladrón siempre es más vivo que el policia y desde hace mucho le robó la patrulla y el uniforme y ahora sale a la calle disfrazado, mientras el policia maneja un taxi ecológico y un día cansado tira el cigarro y se mete a una casa y encuentra un grupo de amigas jugando a los ladrones y él como gran maestro en un descuido les roba la virginidad. Mientras, la señora de la limpieza vuelve a prender el boiler para acariciarlo y sentir su calor, y trata de alcanzar con el pensamiento al hombre que vio en un taxi. Ese hombre que en su delirio imaginó con el cuerpo tatuado de besos y con el que en un sólo viaje desmarañó deseos que veintisiete años de casada no pudieron desmarañar. Un hombre con tal apetito sexual que ni seis vírgenes colegialas lograron saciar.
Arriba, la madre bañada en llanto mezcla, como pasta de un pastel, rosarios y súplicas a un santo padre que está hace mucho a años luz de la tierra y sus habitantes y que aún en su época de lucidéz poco conoció de una ciudad hundida entre el fango y el concreto y mucho menos sabe de la existencia de una mujer llamada Concepción. Concepción, que en su juventud se rodeaba de flores y anhelos de concebir. Concepción que un día conoció un hombre que a la tercera cita ya mostraba esa inclinación, que con los años fue perfeccionando, de saborear los mejores momentos de su vida al irse a cagar… Hasta que sin anunciarse en ninguna red social se cumplen exactos 33 años de aquel terremoto que nos dejó casi en la miseria y, como broma pesada del Dios de la mayoría, vuelve a revolcar la tierra como rascándose las pulgas que para ella somos todos los habitantes de la ciudad y nos deja enterrados entre tazas de baño, boilers, Ubers, uniformes sucios de colegiala o de atlistas desubicados que tuvieron la triste idea de viajar de aquel llano jalisciense para conocer, justo este día aquella ciudad tan cerca del fango y tan lejos de la redención, ciudad que nos deja el sabor amargo de esperar cada año un 19 de septiembre para acabar con nuestras miserias o que nos obligue con su sacudida a despertar.
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