A lo largo de la historia de la humanidad, ha habido grandes mujeres y hombres, humanos finalmente, con traspiés y virtudes, la historia les valora, reconoce y les recuerda por sus grandes logros u obras o por sus aportaciones a la humanidad o los daños causados, luego del balance resulta el reconocimiento o desprecio. A veces, las grandes obras se ven empañados por los tropiezos, si son grandes los errores, difícilmente los perdona la historia, en todo caso, acompañado del comentario al reconocimiento de sus obras se une el de sus tropiezos, pero salvo el caso de los grandes genocidas como el de Leopoldo II de Bélgica contra miles de negros del Congo, se vuelven innombrables. Pero junto a ellos la humanidad también –hombres y mujeres– han pretendido atribuirse el derecho de erigirse en los Torquemada o justicieros de la historia, con arranques descocados, que rayan en la estulticia –locura– esquizofrenia, paranoia evidente de su desequilibrio mental. Los resentimientos y complejos que todo ser humano penosamente arrastra, se agravan cuando se manifiestan desde el poder. Aún no alcanzo a justificar el por qué el juicio tardío a Colón, solo encuentro su explicación como un pasó más, en abono a la exaltación del odio – no solo entre mexicanos – sino aún más allá entre mexicanos y la humanidad. Me recuerda el juicio del Papa Formoso, su sucesor Bonifacio VI, dura solo quince días y muere, entonces llega Esteban VI enemigo de Formoso y no obstante que Formoso llevaba solo días de muerto, el resentimiento de Esteban VI era tal, que desenterró su cadáver, lo juzgó, le cortó el dedo donde portaba el anillo papal símbolo del poder pontificio y lo condenó, imagine querido lector el espectáculo, un cadáver agusanado, cuyos huéspedes asomaban por los ojos de la desencarnada calavera, la fetidez, que invadía el recinto destinado a juzgar al cadáver del Papa – o más bien debemos decir – a ser escenario del odio, resentimiento y rencor del Papa Esteban VI, quien en lugar de atender los asuntos propios de su pontificado, de pensar en acciones que hicieran trascender su paso por el vaticano, perdía su tiempo en revivir el pasado para avivar la venganza del odio y los resentimientos, eso es enfermizo, nada de edificante aporta, a quien se vale del rencor, como instrumento para enardecer el odio de los pequeños hombres o seres – en su acepción de humanos – que como ellos, dan rienda suelta y alientan el resentimiento y odio. Imaginemos a los cartagineses, rumiando después de más de años de las guerras púnicas, recordando y avivando el odio contra los romanos que los derrotaran y no dejaran piedra sobre piedra en lo que fuera su imperio, que no les perdonaran haber destruido sus ciudades, asesinando a sus hombres y niños, después de vender como esclavos a su pueblo, de haber sepultado la grandeza de ese pueblo que ha sido conocido por todos los nombres que ha llevado a la largo de su historia, punos, fariseos, cananeos, cartagineses, fenicios y libaneses, muchos nombres para un mismo pueblo. Cuando el presidente López Mateos dijera de ellos – y quedaran grabadas sus palabras para la posteridad – que uno debe de tener siempre un amigo libanés.
Pues no, el gobierno actual de la ciudad de México, ensayando sus métodos para atesorar poder, con pretensiones electoreras, en su condenable afán, se valen de la ignorancia de un pueblo, alentando la división como fuente de poder y, sin oportunidad de defensa, han acusado, juzgado, sentenciado y condenado a Cristóbal Colón, lo condenan –de veras que es de risa loca– a bajarse de su pedestal, a cumplir una condena de permanecer recluido en una bodega, por haber descubierto América, porque no creo que por su mala administración como gobernante de la Isla Española –donde hoy se encuentran República Dominicana y Haití– administración por la que pagó con cárcel sus abusos en el poder, pero su grandeza de Almirante, muy por encima de dos mujeres de apellidos alemanes, que se asumen jueces del almirante.
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