Carlos Monsiváis vestía un pantalón de mezclilla deslavado muy parecido a los jeans azules de la marca Harley – Davidson y un suéter viejo de tonos grisáceos que remarcaban su personalidad con aire de intelectual. Ese año (1993) el escritor estrenaba dos nuevos libros: Rostros del cine mexicano y Por mi madre, bohemios. En el pequeño bar del Salón Luz de insurgentes, el jazzista Tino Contreras acompañaba al grupo en la batería mientras tocaban I’ve Got You Under My Skin compuesta por Cole Porter, la que Frank Sinatra convirtió en su canción insignia. Monsiváis la tarareaba y cantaba en voz baja. Atentos, escuchábamos el poeta cubano Osvaldo Navarro y yo mientras nos deleitábamos con nuestras bebidas. El ensayista de manera inusual pidió un trago. Un ron con jugo de naranja. Osvaldo y yo tomábamos ron a chile pelón, ni siquiera le poníamos hielo. Osvaldo era un adolescente cuando triunfó la Revolución, se hizo guerrillero y como miembro de las Fuerzas Armadas Revolucionarias combatió en Angola y después ocupó un pequeño cargo diplomático en Moscú y Berlín. Estudió filología y en 1968 presidió el primer encuentro de jóvenes escritores. Como periodista colaboró en las principales revistas de su país, fue jefe de redacción de El Caimán Barbudo. Estábamos ahí con Monsiváis para hablar sobre el caso del escritor Norberto Fuentes. Monsiváis y un grupo de prominentes intelectuales de todo el mundo exigían al gobierno de Fidel Castro la liberación de Fuentes. Un año antes (1992) Norberto publicó su novela El último santuario: una novela de campaña.
La vida en Cuba era asfixiante. En 1989 se daban los primeros brotes del llamado “periodo especial”, la crisis se agudizaría con el derrumbe del muro de Berlín, ese mismo año a lo que sobrevendría el colapso de la extinta Unión Soviética en 1991 y el recrudecimiento del embargo estadounidense desde 1992.
La poetiza Elena Tamargo –compañera de Ovaldo Navarro– pidió mi intervención para sacar a su marido de la isla. Le platiqué del asunto a mi amigo el abogado Emilio Krieger quien me aconsejó que propusiera una invitación académica de alguna universidad para poder sacar a Navarro de su país. Así lo hicimos. En cuanto puso un pie en tierra Navarro después de fundirse en un abrazo con su mujer, me dio un beso en la mejilla y un prolongado abrazo. Osvaldo tenía la piel verde, la desnutrición lo consumía. Al día siguiente de su llegada lo nombré al frente de un proyecto que yo dirigía y financiaba con mis propios recursos. Bromeábamos sobre el mito de los grandes triunfos de la revolución cubana. Yo decía que Cuba tenía tres grandes problemas: desayuno, comida y cena. A muchos cubanos, sobre todo a funcionarios de la embajada cubana, les parecía de muy mal gusto esa broma. Contaba ese chiste cuando me topaba con dichos diplomáticos que iban a darse unos atracones en el restaurante La Hacienda de San Lázaro de mi querido amigo Alberto Guzmán por cuyas órdenes yo tenía reservada una mesa de manera permanente.
Muchos cubanos buscaban desesperadamente salir de la isla. Años atrás (1980) se había gestado el éxodo de Mariel cuando decenas de miles de cubanos en masa partieron del puerto de Mariel hacia las costas de Florida. A finales de la década de los ochenta tuvo lugar la llamada “Causa Número 1” por supuestos delitos de tráfico de drogas y corrupción que derivaron en los fusilamientos del general Arnaldo Ochoa y del coronel Antonio de la Guardia quien se desempeñaba como ministro del Interior.
En 1993 el mismo año en que Osvaldo Navarro abandonó la isla con una invitación en las manos de una universidad mexicana, Norberto Fuentes intentó escapar en una balsa, pero fue detenido para su desgracia. Mantuvo una huelga de hambre en prisión como protesta a la violación de sus derechos humanos. Monsiváis como cientos de intelectuales del mundo suscribió una carta exigiendo la liberación de fuentes, cosa que se logró un año después gracias al apoyo de Gabriel García Márquez, del periodista William Kennedy, ganador de un premio Pulitzer y de los entonces presidentes en funciones Carlos Salinas de Gortari y Felipe González.
En mayo de 1988 llevé a Monsiváis a colaborar en El Financiero. Entonces yo me desempeñaba como coordinador del área de análisis político, misma que yo había fundado. Lo presenté con Rogelio Cárdenas y el columnista Carlos Ramírez. Cuando le entregué la primera colaboración de Monsiváis a Víctor Roura, editor de la sección cultural, le comenté que el cronista publicaría una colaboración semanal con el título de “Aproximaciones y reintegros”. Me encargué personalmente de dar de alta a Monsiváis en la nómina con todas las prerrogativas de un reportero del más alto nivel en el periódico.
Monsiváis fue uno de los críticos de Fidel Castro. En una entrevista con el periodista Jorge Ricardo, del periódico Reforma respondió a la pregunta de ¿qué era lo que le interesaba de la izquierda?
“Lo que me interesa es que la izquierda sea crítica, que no admire incondicionalmente la dictadura de Fidel Castro, que sitúe en perspectiva el autoritarismo con frecuencia inadmisible de Hugo Chávez, que se oponga a la derecha, que denuncie sin tregua a la corrupción, que saque conclusiones del fracaso del socialismo real, que sea antirracista a fondo, que no sea nacionalista pero que sí defienda los intereses nacionales, que se oponga a la desigualdad, el mayor problema del país”.
Una tarde de marzo de 2009 Monsiváis y yo nos encontramos en la entrada de la estación del metro Portales. Él iba a rumbo al Centro, yo me encaminaba a Taxqueña. Nuestra charla fue breve, le comenté que iría a Venezuela. “Salúdame al comandante”, me dijo socarronamente y, advertía: “Debes llevar mucho dinero”.
Tenía razón Monsiváis.
Venezuela había perdido su encanto. El país fulguraba por su vasta riqueza petrolera, pero de sopetón pasó a convertirse en una nación pobre, sucia y violenta. Caracas era ya una de las ciudades más peligrosas y mortíferas del mundo. Una ciudad cara, muy cara para los visitantes. Más cara que la propia ciudad de París.
Después de ese fugaz encuentro Monsiváis falleció a consecuencia de una fibrosis pulmonar.
En 1999 Monsiváis y el periodista argentino Mempo Giardinelli visitaron en el Palacio de Miraflores a Hugo Chávez quien se estrenaba como presidente constitucional. Siete años atrás Chávez protagonizó un fallido golpe de Estado cuando ostentaba el cargo de teniente coronel. Ya como jefe de Estado desde 1999 se autoproclamó como como “comandante en jefe” del ejército con un lustroso uniforme verde olivo en cuyas charreteras aparecen dos palmas doradas y una estrella.
En la entrevista Giardinelli tomó la batuta en la conversación que publicó en el periódico Página/ 12. Giardinelli inquiría:
– ¿Alguna vez se imaginó que estaría aquí, en la presidencia y en el poder?
–No, jamás. Jamás. Yo me preparé para servir a Venezuela pero no para estar en el poder.
–Suena a frase hecha, presidente.
– Se le acusa de intentar perpetuarse en el poder. Seguramente usted lo negará, es obvio, pero ¿cómo debe entenderse que una de las primeras propuestas a la Constituyente haya sido la reelección?
– Primero déjame decirte que aquí ya existe la reelección alternada, y eso es lo que permitió que Pérez y Caldera fueran dos veces presidentes, y así nos ha ido… Lo que nosotros propusimos, porque lo creemos mejor, es que la reelección sea directa, por una sola vez. Y propusimos extender el período de gobierno de cinco a seis años. Nos parece lo mejor para el país.
– Pero le deben afectar opiniones tan duras como la de Mario Vargas Llosa, quien lo trata de tiranuelo y dice que Venezuela se está suicidando como nación.
– Es muy doloroso, por supuesto. Yo admiré mucho a Vargas Llosa; La ciudad y los perros fue una de mis lecturas predilectas. Pero es de mala fe pensar que nosotros obramos de mala fe. Yo sólo quiero cumplir mi obligación a irme.
– ¿A dónde?
– A lo que me gusta: pintar, leer, jugar al béisbol. Yo vengo de muy abajo, mi origen no es militar como se dice, sino campesino y muy humilde. Y me gusta la vida sencilla.
Lo cierto es que Chávez soñó con seguir los pasos de Fidel Castro. Eternizarse en el poder. Pero no pudo. Murió de cáncer en 2013 como el líder del Movimiento Quinta República.
Visité Venezuela en 2009 como le dije a Monsiváis. Periodistas de varios países nos reunimos en Caracas para respaldar a nuestros colegas venezolanos.
Venezuela presentaba ya un paisaje postapocalíptico.
La Plaza Bolívar en el centro de Caracas era un grafiti político. La vida social había desaparecido.
En la soledad de la noche visité un lugar de jazz en el centro financiero, a unos pasos del hotel donde me hospedaba. Ahí me regocije con un poco de música. Regresaba de una cena a la que nos invitó a varios periodistas, Guillermo Zuloaga presidente del canal de noticias Globovisión.
Guillermo nos contó su desgracia. El gobierno de Chávez le abrió al canal 12 procesos administrativos y 22 procesos judiciales. Bajo ese pretexto medio centenar de soldados y policías arribaron a bordo de tanquetas militares hasta su residencia. Concesionario de la marca de automóviles Toyota, Guillermo mantenía resguardados en un terreno de su propiedad adyacente a su casa 26 autos todoterreno. Lo acusaron de “ocultamiento”. Este predio, le dijeron al empresario, no es una ensambladora y hay 26 vehículos de “dudosa legalidad”. En el fondo el tema de los autos era un burdo pretexto, se buscaba cerrar el canal y luego apoderarse de él mediante un despojo. Un ataque burdo del gobierno de Chávez a la libertad de expresión.
Globovisión atendía al 10 por ciento de la población, pero ejercía una fuerte influencia por las críticas al gobierno de la Quinta República. Chávez aducía que Globovisión fundado en 1994 tenía la capacidad de “enfermar” a su audiencia y de “envenenar” a la clase media que se oponía a su proyecto socialista. Como millones de venezolanos Guillermo tuvo que salir con su familia de su país.
Con Monsiváis hablé por teléfono de ese viaje por Venezuela. Ya no hubo de oportunidad de ir a un bar y platicar. El poeta Osvaldo Navarro, mi amigo entrañable murió en febrero de 2008 de un infarto y Monsiváis moriría nueve meses después de mi visita por Caracas. Ni siquiera el bar del Salón Luz existe, pero Tino Contreras la leyenda del jazz a sus 97 años sigue profesando con religiosidad su música.
Sí, Monsiváis abominaba a Fidel Castro como a Hugo Chávez por el trato déspota contra los intelectuales que lo criticaban, el escritor tampoco tenía la mejor opinión de Obrador. Decía que el peor retrato del tabasqueño era el que daba de sí mismo por sus expresiones absurdas como atacar y descalificar a sus adversarios políticos. El “cállate chachalaca” en contra del presidente Fox era visto por el cronista como una muestra de la intolerancia de Obrador.
Lo peor de todo es lo que dicen los usufructuarios del “legado” de Monsiváis que se conducen como vasallos del más inepto y ruin de los presidentes que se recuerden.
Evocó con nostalgia esas noches en las que Osvaldo Navarro y muchos de mis amigos cubanos, la mayoría de ellos escritores se desentendían por momentos de la desgracia de su país, mientras disfrutábamos del jazz como le fascinaba a Monsiváis.
Fidel Castro murió a los 90 años en noviembre de 2016 cuando ya era un tiliche y Cuba a la que gobernó durante 50 años se mantenía sumida en la peor de sus miserias.