Juan José Vijuesca
Los hay de muchas clases, pero voy a referirme a los divorcios postvacacionales. Casi todos los de esta clase tienen un componente común que enciende la mecha de la ruptura: “las vacaciones”. Puede sonar raro, pero lo de compartir mayor tiempo de lo habitual con la pareja cuando el ocio invita al reto vacacional puede ocasionar un choque de trenes entre las dos partes. A lo mejor la cosa ya venía de nalgas, pero hoy en día la individualidad que la rutina aporta a la convivencia suele provocar que el exceso de tiempo aumente la dificultad de no saber qué hacer. Hay quienes a eso lo llaman aburrimiento o simplemente que la llama del proyecto común languidece.
España ocupa el 2º puesto en la Unión Europea en el ranking de países con más divorcios y lo más llamativo es que casi el 70 % de los matrimonios que se celebran acaba en ruptura. De acuerdo que en todas las parejas cuecen habas y se discute, pero es que 16,7 años es el tiempo medio de duración de los matrimonios en España. Es decir, una especie de hola y adiós.
Gabriel Jesús, un conocido mío es uno de esos casos. “Ha sido regresar de las vacaciones y ¡¡zás!! Me lo encuentro por la calle y me lo suelta. Pregunto por cómo lo ha encajado Graciela de los Ángeles, su mujer y ahora su ex. “Igual que yo, como amigos” Le felicito porque todo lo que sea bueno para ellos es de agradecer. “Los niños, bien gracias, ya sabes, tres niños de playa diaria durante veinte días”. -El playerío es lo que tiene –le digo.
Gabriel Jesús me confiesa que en su caso la playa ha tenido mucha culpa. –“Este año se vino mi suegra con nosotros. Doña Luciana para quedar bien conmigo me regaló un Meyba estampado, ya sabes, uno de esos trajes de baño amplio y ortopédico de los años 60 capaces de resistir baños radiactivos” –Algo demoledor- apunté.
Y me sigue contando sin parar. Las vacaciones de arena son perfectas cuando uno consigue fijar la hamaca, la toalla y la sombrilla dentro de los límites de costa, de lo contrario estás condenado a dar vueltas como un pollo a l’ast. La estancia debajo de una sombrilla es como el cuarto de estar de tu propia casa. Libros, prensa, smartphone, móvil, tablet, autodefinidos, sudokus, y sillería. Completa la estampa el cocodrilo hinchable, flotadores gigantes, manguitos, tablas, cubos, palas, rastrillos, excavaciones, amistades de una vez al año o terceras personas que cruzan por tus linderos, y además doña Luciana, por si éramos pocos. Y por fin el vendedor de bolsos, mantelerías, gafas de sol e incluso alfombras traídas expresamente del polígono Cobo Calleja de Fuenlabrada. Remolinos de señoras, principalmente, y la añorada fiebre compulsiva en compras se destapan alrededor del mercader playero, que ve como su negocio adquiere relieves de Primark, pero sin escaleras mecánicas.
En un inciso de su relato observo como Gabriel Jesús se emociona. La COVID me impide darle una palmada de consuelo. ¡Maldito Meyba! –me dice. Toma aire y vuelve a la carga. Uno decide probar aguas marinas después de haber soportado a dos señoras próximas comentar que sé yo sobre la boda de Pitita Rocambole con el hijo de los marqueses de Ajonjolí –“qué elegancia y qué tipazos”. Y claro uno se ve obligado a huir de allí a toda prisa. Sorteados todos los obstáculos te encuentras frente al mar. Anchuroso se le supone, porque en temporada alta es como si aquello fuera el desembarco de Normandía. Hay quienes se adueñan de las olas en grupos de docena o docena y media, todos agarrados de la mano formando un cordón y dando saltitos. Ellos fornidos y ellas sin el tiramisú de la parte alta del bikini retozando entre espumosa poesía carnal. Uno que no es mojigato entra solo al agua esquivando cuerpos hasta más allá de lo hondo, y claro, enseguida la familia te dice que para fuera que ya son ganas de buscarse una tontería sin necesidad.
El calor entre seco y húmedo de la playa hace que el veraneante de buenas formas acuda al resort más próximo en busca del oasis placentero. Entonces uno apuesta por la jarra de cerveza bien fría en el chiringuito mientras por megafonía anuncian que se ha perdido un tal Gabriel Jesús llevando puesto un Meyba vintage estampado y ancho de pata. Entonces la familia te localiza y te llama egoísta por estar solo y dándote la vida padre. Doña Luciana me mira de arriba abajo como si yo fuera un pingüino papúa. Graciela de los Ángeles se siente abandonada, desolada, y los niños quieren bolsas de gusanitos y helados de cucurucho. Mientras tanto el telediario habla de que son 100.000 los divorcios que se originan anualmente en España y que el 77 % de las separaciones que se producen son de mutuo acuerdo. Nos despedimos. “¡Qué fuerte lo del Meyba, Gabriel Jesús!” –le digo. Se marcha cabizbajo. Hay cosas muy difíciles de superar en algunas parejas.
Escritor
Publicado originalmente en elimparcial.es