David Felipe Arranz
Nos hemos quedado sin microchips, que es la neurona del electrodoméstico inteligente y va camino de ser la nuestra. El circuito integrado es el camino remoto y digital a la conexión universal en esta astenia vital y prolongada de la era COVID, y con el coronavirus y el teletrabajo, la cosa no ha ido nada bien. Nos hacen falta microchips para todo, desde enfriar la leche a arrancar el coche, pasando por una videollamada a la familia o poner la lavadora y operar en un quirófano. Pues bien, hemos externalizado la fabricación de este bien que se ha vuelto tan “básico” como algunos adictos al gimnasio que conocemos.
Las fábricas que elaboran estos chips, que se encuentran en Taiwán (TSMC) y Corea del Sur (Samsung) y que producen el 83% para los ordenadores y el 70% para las memorias, no dan abasto. Su exigencia y capacitación de personal, sus presupuestos estratosféricos y sus complejos procesos de alta precisión, hacen que una fábrica de microchips no se pueda montar de la noche a la mañana: la más sencillita cuesta unos 15.000 millones de euros y se tarda en levantarse, tirando por lo bajo, un año y medio. Esta manía que tenemos en Occidente de subcontratar barato los servicios en países que mantienen a sus trabajadores en condiciones de esclavitud nos ha salido caro.
Mientras tanto, muchas de las fábricas de electrodomésticos y de automóviles están en quiebra técnica. Y lo que pasa es que el microchip nos había estructurado y construido el armazón de nuestra regalada existencia, que es una vida conectada y multifunción, el ladrillo de nuestros pequeños imperios tecnológicos con los que presumir y “posturear” en el redsocialismo de hoy, ese avatar paralelo que es el contralienzo olímpico de nuestro yo vulnerable. Atraídos por el vértigo de la instantaneidad, hemos incorporado el microchip para mantenernos vivos, como le hicieron al Caudillo en noviembre de 1975, que dejó este mundo plácidamente pluriconectado, multiasistido, hiperenchufado con una docena de cables a unas máquinas con chips. Nosotros somos consumidores de la llamada “foundry” o fundición de la electrónica de consumo.
La inmolación del circuito ya está aquí. Hemos llegado a tal dependencia que con cada microchip que perdemos, se nos va un mundo, una neurona, una creatividad, un bienestar, una voluptuosidad cibernética, y nos va dejando esta quiebra del negocio como incompletos y a caballo entre el cíborg y lo humano post-COVID de última generación: malogrados en nuestro sueño húmedo de la 5G. Transistores de cinco nanómetros, láseres de ultravioleta extremo, fotones de longitudes de onda y toda suerte de componentes que en su momento soñó George Lucas y que sirven para fabricar un microchip de 130 millones de dólares. Con la subida estratosférica del precio de la luz, de pronto hemos descubierto el futuro tecnológico como el arte suntuoso de fracasar al enhebrarnos a perpetuidad a la explotación de Oriente en la cosa de la alta tecnología. Que nos sea leve, Amore.
Filólogo y periodista
Publicado originalmente en elimparcial.es