José María Méndez
Ante todo aclaremos qué se entiende aquí por ignorancia supina.
Cuenta San Agustín en sus Confesiones que asistía en Milán a la catequesis de los maniqueos como un postulante más y sentado con los niños. De vez en cuando hacía alguna pregunta al catequista, y éste decía siempre lo mismo. “No puedo responderte. Pero cuando venga nuestro Obispo itinerante Fausto, él te lo aclarará todo”. Cuando por fin llegó Fausto, San Agustín le presentó su lista de preguntas. Y Fausto reconoció honradamente que tampoco él era capaz de responderlas. A continuación hace San Agustín este sorprendente elogio de Fausto: “No era tan ignorante que ignorase su propia ignorancia”.
Este es en cambio el reproche que hacemos a Galileo y Einstein. Fausto era consciente de los límites de su propio conocimiento. Pero Galileo y Einstein no fueron conscientes de los límites del conocimiento humano en general, y del suyo propio en particular. Creían que la inteligencia humana era ilimitada, capaz por definición de resolver todos los problemas. Tardaría más o menos, pero los resolvería necesariamente. El adverbio “necesariamente” es aquí lo decisivo. Según ellos, no había barreras insuperables para la ciencia humana. De ahí viene la tentación de confundir las hipótesis con certezas definitivas, y la convicción absoluta de tener toda la razón.
El adjetivo “supino” no pretende aquí insultar o descalificar. Lo despojamos de su carácter peyorativo y lo reutilizamos para denotar el tipo de ignorancia de que hablamos, exactamente aquí, el desconocimiento de los límites objetivos del conocimiento humano.
Esta “ignorancia de la propia ignorancia”, o “ignorancia supina” en nuestra jerga, es compatible sin duda con ser un gran sabio en física y astronomía. Incluso es en cierto modo lo esperable. No debiera sorprendernos. Vanidad, arrogancia, engreimiento, orgullo y soberbia son justo las pasiones que tientan con preferencia a los que han llegado a lo más alto, como fue el caso de Galileo y Einstein. Ignoraron, o se negaron a admitir, que hay cosas que no sabremos nunca, aunque ahora sepamos mucho y la ciencia no deje nunca de avanzar.
En cuanto al famoso proceso de Galileo, nos limitaremos a su conversación con el Cardenal Belarmino. Este le propuso presentar su sistema heliocéntrico como hipótesis, en vez de como certeza. A lo que tajantemente se opuso Galileo, de acuerdo con su ignorancia supina.
Dejemos aparte que toda teoría científica sólo puede proponerse como hipótesis falsable, como tanto insistió Popper. Esta limitación lógica no era conocida por Galileo. No le podemos censurar por esto.
Por tanto, a efectos de la verdad objetiva, da igual calcular la posición de los planetas tomando como origen el Sol o la Tierra. Sin duda las elipses desde el Sol son más elegantes y económicas de calcular que los epiciclos desde de Tierra utilizados por Ptolomeo. Pero los epiciclos son igual de “verdaderos“ que las elipses. Ni el Sol ni la Tierra son el centro absoluto del sistema planetario. También podría calcularse todo a partir de la Luna o desde Júpiter.
Sin duda las elipses cobran un más profundo sentido vistas como la consecuencia matemática de la teoría gravitatoria de Newton. Pero la gravedad de Newton era una hipótesis falsable, y fue falsada de hecho (Perihelio de Mercurio). Por otra parte, Galileo nunca supo nada de todo esto. Murió 45 años antes de que Newton publicase sus “Principia”.
Así pues, la ignorancia supina de Galileo consistió en su terca insistencia en que el Sol era el centro absoluto del espacio abarcado por los planetas en su movimiento. La Tierra no podía serlo. “Eppur si muove”.
En cuanto a Einstein, hay que aplaudirle por su realismo frente a la filosofía idealista dominante desde Kant y Hegel. El azar no existe. Lo que existe es un desconocimiento parcial de la realidad cuántica. Pero ese vacío es provisional, y por tanto sera superado en el futuro. Y ésa fue la ignorancia supina de Einstein. Pensaba que nuestra ausencia de conocimiento era necesariamente transitoria. “La física cuántica actual no es una teoría completa”, solía decir. Será completa cuando aparezcan las variables ocultas que ahora no vemos de momento.
En esa convicción, Einstein y sus dos ayudantes Podolsky y Rosen presentaron la “Paradoja EPR“, en la que trabajaban desde 1935. Para comprobarla, Alain Aspect realizó en 1986 un célebre experimento óptico, cuyo resultado fue contrario a las tesis de Einstein. Desde entonces se admite por la mayoría de los físicos que el principio de indeterminación de Heisenberg durará para siempre, y en cambio las “variables ocultas“ de Einstein no aparecerán nunca. Hemos topado con una barrera insalvable y definitiva para la ciencia humana.
Todo hace suponer que Dios ha concedido al hombre el conocimiento científico, tanto en física como en biología, que le hace falta para utilizar la naturaleza en su provecho. Un cálculo con sólo probabilidades es suficiente para construir centrales nucleares. Y los avances en biología permiten curar muchas enfermedades. Pero nada más. Conocer la esencia, entraña metafísica, íntima substancia, realidad última, o como queramos decirlo, de la naturaleza está por encima de nuestra limitada capacidad intelectual.
En realidad, ni siquiera nos hace falta ese conocimiento supremo para vivir los valores éticos, estéticos y religiosos, que dan sentido a nuestra presencia en este mundo. No se trata de saber tanto como Dios, sino de ser buenos ante El.
Presidente de la Asociación Estudios de Axiología
Publicado originalmente en elimparcial.es