La reciente cumbre de seguridad México-Estados Unidos aportó, por lo que no se dijo y sí se percibió, los datos importantes que permiten concluir que la crisis de consumo de drogas y narcotráfico en la zona norteamericana no tiene solución y que todos los acuerdos se están conformando con la administración de los conflictos derivados del flagelo de la drogadicción.
El problema se reduce a dos universos: el consumo de drogas en Estados Unidos y el papel de proveedor de México y Colombia. Las adicciones se han convertido en el peor flagelo de la salud estadounidense y los cárteles del crimen organizado han acrecentado su poder.
Y no hay solución por dos razones: Estados Unidos enfoca el consumo como un problema de garantías individuales y toda su estrategia se centra en el área de salud; la DEA ha reconocido en sus reportes del 2005 al 2020 que los cárteles mexicanos han aumentado su actividad dentro de Estados Unidos y controlan el tráfico y venta al menudeo de droga en las calles. Y a pesar de esos datos, ninguna oficina gubernamental ha definido con seriedad algún programa para combatir de manera directa a las estructuras del crimen organizado.
Los cárteles de la droga nacieron en Colombia en los años sesenta y en México a partir de mediados de los años ochenta; comenzaron en México como pequeñas bandas organizadas para traficar droga rumbo a Estados Unidos con la complicidad de las autoridades mexicanas y fueron derivando en verdaderas estructuras de producción-tráfico-lavado con grupos armados con suministros de armas de alto poder provenientes de Estados Unidos y sus controles laxos en producción y comercio de armas. Hoy en México existen alrededor de doce carteles que dominan porciones territoriales de la soberanía del Estado y tienen capacidad de acción armada superior a la policiaca e inferior a la militar.
Estados Unidos se la pasa quejándose de que los cárteles mexicanos no combaten la producción y el tráfico y México se desgasta señalando que la droga está determinada por la demanda de los adictos estadounidenses. Como esta fórmula implica la asunción de responsabilidades políticas y de seguridad que nadie quiere reconocer, entonces todas las reuniones bilaterales son sesiones de quejas mutuas.
El gobierno de Obama, en franca violación del derecho internacional, definió el criterio de “crimen organizado trasnacional” para referirse a los cárteles mexicanos que operan con creciente influencia dentro de Estados Unidos y determinó una estrategia de extraterritorialidad para atacar a esos carteles en sus países de origen –la doctrina de las madrigueras que definió Bush Jr. en el tema del terrorismo–, eludiendo cualquier responsabilidad al permitir el funcionamiento de esos cárteles dentro de Estados Unidos.
Antes de la cumbre de seguridad, a finales del año pasado, México dio un severo golpe nacionalista al imperialismo de seguridad estadounidense: estableció reglas legales para que todos los agentes de las oficinas que tienen que ver con el narco en Estados Unidos y sus operativos sean registrados con anticipación ante autoridades mexicanas para obtener visas. A partir de entonces, la DEA no ha podido funcionar en México, primero porque se negó a registrar agentes y operativos y luego porque el gobierno mexicano, en uso de sus facultades, ha estado retrasando el registro de visas como una forma de obligar a Estados Unidos a ser menos arrogante.
El principio generador del problema del narcotráfico en Estados Unidos y la región latinoamericana y caribeña tiene que ver con el consumo. El gobierno no ha podido definir políticas contra las adicciones ni instrumentos de seguridad para controlar a las bandas de narcos. Los cárteles mexicanos del crimen organizado parecen tener más derechos de existencia y movilidad en Estados Unidos que en México. Desde 2005, las evaluaciones anuales de la DEA reconocen que los cárteles mexicanos tienen el control del narco al menudeo en Estados Unidos.
Pero el problema es mayor por otra razón que tampoco la Casa Blanca quiere reconocer: los cárteles mexicanos, en efecto, controlan el mercado al menudeo de droga dentro de Estados Unidos, pero la droga ha cruzado la frontera y se ha desparramado por todo el país sólo con la complicidad de autoridades estadounidenses; y los cárteles funcionan también por la aprobación gubernamental interna.
De nada servirá que el gobierno estadounidense haya fijado, en decisiones que recuerdan la lucha de los cowboys en el viejo oeste, recompensas de millones de dólares en México para atrapar los jefes de los grupos delictivos, ya sea vivos o muertos; sin embargo, nada hace para perseguir a los cárteles dentro de Estados Unidos. El aumento en las cifras de consumo de droga estadounidense se explica en función de la facilidad para contrabandear droga y venderla en las calles.
Mientras Estados Unidos no decida centralizar su política antidrogas en el consumo y en tanto no acepte que la droga circula por la corrupción de sus funcionarios y fuerzas de seguridad, el narcotráfico seguirá de fiesta dentro de Estados Unidos, aún si México descabezara por segunda ocasión a los grupos delictivos.
La existencia de cárteles y el flujo de droga, pues, solo se explica en tanto exista la demanda de estupefacientes por consumidores norteamericanos.
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