Esa artística manía contemporánea de manipular lo establecido

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Diego Gadir

Como es sabido, hacia mediados del siglo XX, John Cage manipuló las cuerdas de su piano para que el sonido creado tuviese timbres inéditos. Imagínense la distorsión armónica si colgásemos piercings en las cuerdas de una guitarra; por no decir si aserrásemos una trompeta, como parecían hacer, cada noche, los ruidosos vecinos de Woody Allen, según aventuraba él mismo.

Tras esa transgresión venial —gamberrada curiosa— de enajenar las cuerdas, el compositor estadounidense Cage anduvo todos los pasos que le llevaron a detonar las estructuras musicales, formales y temporales del pasado, permitiéndose desde el pecadillo de la atonalidad, al extremo de confiar al puro azar la confección de la música, en partituras sin intención y hasta sin firma, cual tapete de juego donde los sonidos fuesen como dados.

Cage reconoció haber atentado contra su propia música. Era famosa su sana retranca, tanto o más que lo fueron después sus capacidades visionarias.

La vanguardia artística atacó por sistema los convencionalismos y las imitaciones objetivas, a los que consideraba viejas lacras; se liberó de los imperativos representativos —forma y composición— y hasta del método; finalmente, derrotó el estilo y la repetición.

El crítico Kenneth Clark había atisbado, ya antes de la Segunda Guerra Mundial, el gran barullo que se le vendría encima al arte por cuestiones concomitantes y determinantes de causa pública, amén de causas endógenas, y denunció en el periódico de la BBC el callejón sin salida en el que se encontraría la pintura. El impresionismo y el posimpresionismo no hacían referencia a símbolos trascendentes para el hombre y, aunque habían renovado los contenidos, sólo aludían a la realidad y sólo se arriesgaban deformando allí donde se beneficiaba expresivamente al objeto.

La vanguardia artística, que nació a comienzos del XX con una designación derivada del término creado por Lenin para bendecir la pujanza del proletariado, se iría haciendo muy complicada para el oído y el ojo del hombre de a pie. Para el intelectual avezado del siglo XX, resultaría ser la política la intrigante del arte —de la vida misma—, como confesó Kenneth Clark en la década de 1930.

Acabada la Segunda Guerra Mundial, tanto en las artes visuales como en la música, el asalto —transgresión— de los muros irracionales de la guerra fría se gestó añadiendo más confusión en el terreno de la estética —brutalidad, fealdad, heterodoxia—, en rebeldía, pues el orden del pasado y el culto a la belleza y la norma canónica habían sido testigos de la destrucción de Europa. Además, los dos grandes imperios europeos que habían librado la guerra compartían un muy dudoso gusto artístico de corte neoclasicista y neorromántico, con una máscara social contemporánea ad hoc.

Creadores valientes y sensibles, que no podían tragar más realismo complaciente en medio de un mundo desquiciado, abrieron en canal el sistema nervioso del ciudadano europeo y hallaron una tensión insoportable. Respondieron con una gran brutalidad gestual, creando un teatro de crueldades pictóricas; una acción incruenta y liberadora… Al fin y al cabo, el arte sólo detona munición de fogueo… Color… Ruido del que, al final, quedaría una memoria memorable, a diferencia de la guerra.

Alguien desganado de acción diría que se trató de juegos de juventud, de la juventud de un siglo duro e intrépido, apasionante y decepcionante por igual, como fue el XX. Parece ser que muchos de sus subversivos protagonistas volvieron a un cierto orden y armonía a la vuelta de unos años. Pero, ahora, nos interesa su pulsión de entonces.

En la década de 1950 hubo puntuales rebeliones creativas, cuando empezaban a cicatrizar las heridas de la Segunda Guerra Mundial. En algunos casos, estas acciones rebeldes se habían gestado durante la contienda misma. Entre aquellos líderes, en las artes plásticas, estaban los creadores del movimiento CoBrA, de extrema tensión expresiva: Asger Jorn, Karel Appel… Else Alfelt, pintora más lírica que el resto del grupo; el crítico francés Michel Tapié, quien atacó en 1952 con su Arte informal; y, ya avanzada la década, el artista italiano Enrico Baj, con su Arte nuclear y su Pintura negra, arropando su obra con manifiestos radicales contra el estilo y el serialismo mercantilizado.

En todos había un nexo de vocación surreal altamente heterodoxo, y también dadaísta en mayor o menor grado, con hilvanes críticos y poéticos, que se intercambiaban, de Édouard Jaguer, Beniamino dal Fabbro, Arturo Schwarz, Édouard Mesens, el crítico Tapié o el provocativo creador Raoul Haussmann, que bautizarían con gran celebración un arte nuevo, espontáneo y compulsivo “abierto a todas las dialécticas formales”. El culto surreal daría frutos tan dispares como Bacon, Dubuffet, Appel, Matta, Wols o Baj.

(Hablando de Enrico Baj, el discípulo aventajado de Alfred Jarry y su ‘patafísica colegiada, tengo la fortuna de atesorar el bello catálogo de sus obras de la Fondazione Marconi-Galleria Menhir/La Spezia, que me regalara mi añorado Alberto Rolla. Consciente de cuánto se querían Alberto y Enrico, realizé un retrato doble de ambos que regalé a Alberto una Navidad junto a una caja de polvorones).

Voviendo a la historia, ya en la década de 1960, llegaría Fluxus —más aun experimento vivo que movimiento dinamizador—, azote del mercantilismo y los roles tradicionales del arte, cuando no del arte mismo y con referentes definitivos en las doctrinas subversivas de Marcel Duchamp y John Cage en el terreno musical.

La Downtown music de Tribeca, pariente de Fluxus, a veces deudora de Cage, subvertiría la normalidad acústica y escénica neoyorquina irradiada desde los locales del barrio alto y bien de Manhattan en un nuevo capítulo de rebeldía cultural, generando sin tregua movimientos y estilos insurgentes. Y genios como Philip Glass.

El arte nuevo no se libra de acabar en el geriátrico, enchufado a un lóbulo pulmonar público y a otro mercantil, enajenándose con ello, y en gran parte, su catártica razón de ser, antes de ser disecada la fiereza que un día tuvo. Es el camino natural, o el único, de un mundo artístico —un mundo, sin más— material y materialista, donde todo termina siendo consumido porque todo es combustible menos el Espíritu; es una cuestión de tiempo.

Hay otro camino: el de la desmaterialización del arte. Fue propuesto en España, hace tres décadas, por el crítico José Luis Brea, a quien tuve la suerte de conocer en Sevilla de la mano de mi colega Paco Lara Barranco en una tarde de calor garrapiñado. Clareaba 1992 y me hizo pensar muchísimo; pensamiento vital, sin una miaja de cachondeo ‘patafísico. Aún pienso en Brea y no sin escalofríos; en sus proféticos deseos desmaterializadores del arte; arte como imagen y no como objeto mercantil… Otro visionario.

Sin dejarnos engañar, lo que importa al mundo no es otra cosa que la obra finiquitada —realidad fungible o espectro digital—, por encima de métodos y procesos de producción, tan altamente ponderados por las vanguardias y los creadores en general. Mi amigo Bernard Devos me advirtió que a los pintores materiales nos tocaría pasar un buen rubicón, a través del imperio de la imagen. Toda la tramoya constructiva, tan vital para nosotros, es ya —siempre lo fue— un anecdotario para el público.

El mercado sin escrúpulos podría ser ya el mayor verdugo del idealismo creador, como Nietzsche desbancando a Hegel. El mercado manda más que las instituciones, según aseveró el experto ginebrino Marc Blondeau, a quien conocí en casa de Joselito Blázquez de Cádiz; Blondeau apuntaba “al chantaje más común en el arte contemporáneo”.

(Guardo como un tesoro “su” catálogo Los Picassos de Dora Maar, para Piasa y Mathias, París 1998, año en que nació mi hijo Diego Manuel).

La tajante afirmación de Marc Blondeau: “todas las creaciones de cada generación emergente exigen una segunda lectura” podría ser innecesaria o imposible en un mundo que genere trillones de imágenes artísticas indestructibles cada semana y al mejor postor. Todo va a valer aunque no sé cuánto; sobre todo, lo establecido… en la red. ¡Fabuloso!

Pintor

Publicado originalmente en elimparcial.es