Alejandro San Francisco
“Revolución”, como concepto histórico y político, ha sido uno de los más recurrentes, amados y temidos en los últimos dos siglos y medio, y aparece a la vez como esperanza y como perdición. Ciertamente provoca diferentes reacciones, recibe celebraciones y trae malos recuerdos: después de todo, muchos de los cambios importantes del mundo desde fines del siglo XVIII en adelante han tenido como punto de partida un proceso revolucionario.
Reinhart Koselleck, gran estudioso de la “historia de los conceptos”, sostiene que “revolución” es fundamental en la modernidad, que abarca dos campos de experiencia desde una perspectiva analítica. En primer lugar, “el concepto hace referencia a los disturbios violentos de una sublevación que puede convertirse en guerra civil, sublevación que en cualquier caso provoca un cambio de la constitución”. En segundo lugar, “el concepto indica una transformación estructural a largo plazo que tiene su origen en el pasado y que puede afectar al futuro” (en su artículo “Revolución como concepto y como metáfora”, en Reinhart Koselleck, Historias de conceptos. Estudios sobre semántica y pragmática del lenguaje político y social, Madrid, Trotta, 2012). El intelectual alemán destaca su uso como metáfora y su vinculación original con la astronomía, antes de pasar a ser un término relevante de uso político.
En El Manifiesto Comunista (1848) Marx y Engels se refieren en muchas ocasiones a la revolución, sea esta “burguesa” o “comunista”, siendo la primera de ellas preludio necesario de la segunda. Termina con una advertencia amenazante y dramática: “Las clases dominantes pueden temblar ante una revolución comunista. Los proletarios no tienen nada que perder en ella más que sus cadenas. Tienen un mundo que ganar”. Lenin designa un texto clave precisamente con el título El Estado y la Revolución (1917-1918), en el cual sostiene con vehemencia el carácter inevitable de la revolución violenta, asegurando que “la sustitución del Estado burgués por el Estado proletario es imposible sin una revolución violenta” (edición en español en Madrid, Alianza Editorial, 2006).
John Dunn sostiene que la revolución –“al igual que las puertas del templo de Jano”– tiene dos caras: una de ellas “es elegante, abstracta y humanitaria, e idílica, el sueño de la revolution, siendo su significado una calma distante de la eternidad”. Por el contrario, “la otra es tosca, violenta y muy concreta, bastante angustiosa, con el poder hipnótico de la pesadilla, la pérdida de perspectiva y la amplitud de interpretaciones que cabría esperar de los malos sueños”. Las interpretaciones generales sobre “la revolución” tienden a concentrarse en una de estas dos caras (en Revoluciones modernas. Introducción al análisis de un fenómeno político, Madrid, Tecnos, 2014). En esto, como se ha podido apreciar históricamente, se mezcla la ilusión revolucionaria y sus promesas, con la realidad más dolorosa de las guillotinas, los gulags y los paredones.
En cualquier caso, durante su proceso –podríamos decir, sobre todo, durante su génesis y primeros pasos–, cobra especial importancia lo que Hannah Arendt denomina el “pathos”, presente en las revoluciones norteamericana y francesa: esa conciencia de que nunca en la historia de la humanidad había ocurrido un acontecimiento comparable “en grandeza y significado”. La pensadora concluye que “solo podemos hablar de revolución cuando está presente ese “pathos” de la novedad y cuando esta aparece asociada a la idea de libertad” (en Sobre la revolución, Madrid, Alianza Editorial, 2017 [Primera edición en inglés, 1963]).
Es probable que dicha pasión y esperanza “asociada a la idea de libertad” tenga que ver con la visión de sus actores y promotores, más que con los resultados reales, que pueden ser diversos e incluso contradictorios. En los últimos siglos, las dos grandes revoluciones del mundo han sido la Francesa (1789) y la Bolchevique (1917), a las que se puede sumar la Revolución China (1949). Dichos procesos aparecen analizados en el clásico estudio de Theda Skocpol, States & Social Revolutions. A comparative analysis of France, Russia and China (Cambridge University Press, 2014 [Primera edición 1979]). A juicio de la politóloga, las revoluciones son transformaciones rápidas y básicas del Estado y de las estructuras de clase existentes en la sociedad, acompañadas o llevadas a cabo por una rebelión de base clasista, surgida desde abajo.
Sin embargo, la historia muestra que también existen revoluciones desde arriba, transformaciones particulares que no necesariamente marcan cambios radicales en la llamadas “clases sociales” o simplemente en la estructura social –así ocurrió con los procesos de independencia en Hispanoamérica en el siglo XIX–, o bien tienen otros significados, como ocurrió con las experiencias del fascismo y el nazismo, por ejemplo, que perfectamente pueden ser consideradas revolucionarias, en diversos aspectos. La razón de esta complejidad radica en que la revolución siempre tiene dos partes: por un lado, debe considerar el estado o el régimen social que es atacado y se busca destruir, y por otro lado debe incluir el sistema que se procura levantar sobre las ruinas del anterior.
En este sentido, me parece convincente la argumentación de Alan Knight, cuando sostiene que una definición descriptiva válida del concepto revolución debe incluir tres elementos fundamentales: i) una genuina participación de las masas; ii) la pugna entre visiones o ideologías rivales; iii) una batalla seria por el poder político. Dependiendo de los resultados, se podría estar frente a una revolución exitosa o bien esta podría ser fallida o inconclusa (ver “La Revolución Mexicana: ¿Burguesa? ¿Nacionalista? ¿O simplemente una ‘Gran Rebelión’?”, en su libro Revolución, democracia y populismo en América Latina, Santiago, Centro de Estudios Bicentenario/Instituto de Historia Universidad Católica de Chile, 2005).
Aunque no se menciona entre sus características indispensables por todos los autores, es indudable que la violencia ha desempeñado un papel fundamental en los grandes procesos revolucionarios de la historia. Sea porque así lo sostenían sus líderes intelectuales y políticos, o bien porque así lo definió la realidad del momento, el hecho fue que numerosas revoluciones exitosas –ciertamente fue el caso de Francia y de Rusia, de China y de Cuba– fueron acompañadas por la violencia durante el proceso hacia la victoria y durante la consolidación de los nuevos grupos gobernantes en el poder. Dicha violencia no solo significó un daño específico contra sus enemigos ocasionales, sino que también terminó devorando a muchos de sus propios hijos, como se esgrimió en su momento: así quedó demostrado con claridad con las guillotinas de la Revolución Francesa y en el proceso de “autodestrucción” de los bolcheviques.
Las consecuencias de la revolución son múltiples, como se aprecia en primer lugar en la transformación del orden político o social, además de la modificación dentro de las instituciones y de los grupos gobernantes. Sin embargo, la cosa no se detiene ahí, e incluso en algunos procesos se puede apreciar una radicalización mayor, como ilustra el cambio del calendario durante la Revolución Francesa, o las continuas apelaciones a la formación del “hombre nuevo” en diferentes procesos durante el siglo XX, según intentaba expresar con particular claridad el esfuerzo inicial de la Revolución Cubana, aunque luego chocara con la realidad.
El concepto “revolución” sigue siendo política e históricamente relevante y valioso para analizar la sociedad. Puede ser una transformación política o económica, social o cultural, pacífica o violenta, grande o pequeña, de repercusión mundial o local. En todos los casos será necesario analizar las causas y los resultados, las motivaciones y los actores, las ideologías y todos aquellos aspectos que marcan el cambio histórico, muchas veces comparable, pero habitualmente sorprendente y original.
Historiador
Publicado originalmente en elimparcial.es