Miquel Escudero
Parafraseando a Hanna Arendt, se puede decir que los ciudadanos ideales de una democracia distinguen la ficción de la realidad y valoran lo verdadero. En ‘Los orígenes del totalitarismo’ la pensadora alemana afirmaba que “el sujeto ideal del régimen totalitario no es el nazi o el comunista convencido, sino aquellos que no son capaces de diferenciar la ficción de los hechos, y para quienes lo verdadero y lo falso ha dejado de existir”; esto es, la verdad les resulta indiferente, ni chicha ni limoná. Y dejan hacer, pues, a quienes mandan.
Se habla a menudo de la guerra cultural, pero más bien hay batallas continuas por hablar y escuchar bien o mal, con términos adecuados o inapropiados. No es un asunto baladí, hay que saber cuestionar las palabras en circulación, repetidas sin cesar para que calen y entren de matute en la mollera de la gente; cada léxico lleva encapsulada una sucesión de ideas. Así, la insistencia de algunos en hablar del régimen del 78 no es inocua, pues busca conectar con el régimen del 18 de julio, expresión con la que se reconocían los franquistas, de modo que se cuela una despectiva deformación de nuestra democracia. Igual sucede con la fórmula Estado Español para evitar el nombre de España y ocultar su realidad nacional. No digamos la distinción machacona de Cataluña y España, en vez de decir Cataluña y el resto de España.
Manuel Cruz se refiere en su libro ‘Democracia. La última utopía’ (Taurus) a la técnica de manipular de manera obscena y planificada y agitar registros emotivos. Si bien alude directamente a Trump, da cuenta también de la expresión tramposa de poner las urnas, empleada por los procesistas, cuando nunca se han dejado de poner cuando tocaba. Todo esto es burdo y cansino, pero se ha de combatir, porque es contagioso. Se debe exigir, por ejemplo, precisar qué significa profundizar en el autogobierno de las autonomías, lo que es una expresión hueca. No digamos la cínica e indecente cantinela de: “Me disculpo si alguien ha podido sentirse ofendido”, alegando haber sido malinterpretado tras arrojar porquería y calumnias sobre otras personas. O la muletilla del prometo por imperativo legal, en la toma de posesión de cargos electos, actos que son en sí un ‘imperativo legal’; además de absurdo, es erosivo y no se debería consentir. Todas estas son oportunidades para que los ciudadanos actúen como tales y manifiesten con sentido crítico su voluntad de serlo, no dejando sin replicar a los populistas de su entorno por su suplantación, en medio de una ficción nebulosa. Hay que “desnudar todas las mentiras”, reclamaba Pasolini, y dejar en evidencia la propaganda capciosa, en caso contrario estaremos perdidos. ¿Vamos a callar siempre?
No es tolerable que nadie, menos aún un cargo público, reduzca su debate a frases vacías y mentirosas, con palabras impertinentes hacia sus adversarios. Se me ocurren no pocos nombres de distintos partidos. Cuando esos políticos encabezan una lista electoral sé que no la apoyaré, aunque nos vengan con el cuento de la Caperucita Roja o el del fascismo que nunca muere.
El profesor Cruz alude en un pie de página del ensayo citado a una frase de Jaron Lanier, informático que acuñó el concepto de ‘realidad virtual’: “La versión del mundo que vemos es invisible para quienes nos malinterpretan, y viceversa”. Hay que subsanar esta incomunicación, y procurar que quien sea se entere de lo que decimos mediante un lenguaje transparente, conciso y bien trabado. En cualquier caso, está en nuestras manos hacernos inteligentes, en grado suficiente, para captar los signos de la impostura y la mala fe. O, libres de miedo, denunciar en voz alta y de forma razonable lo que consideremos un error o un disparate. Sin verdad no hay democracia.
Es frecuente la demonización de los liberales, a quienes ahora llaman ‘neoliberales’, sinónimo de derecha reaccionaria y capitalismo salvaje; no se habla en cambio de neosocialistas, apenas de neocomunistas. Hay, en cambio, un liberalismo igualitario, en la proa de la reforma permanente y al que le importa sobre todo la dignidad de los seres humanos y combatir el fatalismo de la desigualdad entre ellos. Ortega denominaba liberalismo al pensamiento político que antepone la consecución del ideal moral a todo lo que exija la utilidad de una casta, una clase o una nación, y que coincidía con cualquiera de los posibles socialismos que “surge en el mismo instante en que nace una rebelión contra algo injusto”, escribió hace algo más de un siglo.
Indalecio Prieto dijo que era ‘socialista a fuer de liberal’. Manuel Cruz reivindica la utopía democrática de que se pueda ser ‘liberal a fuer de socialista’. Pero estos matices suponen acabar con la rigidez de las etiquetas y su falsedad, y también saber criticar a los tuyos.
Profesor y escritor
Publicado originalmente en elimparcial.es