El arte de preservar el poder

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Martín-Miguel Rubio Esteban

Mantener el poder supone el conocimiento de un “arte” mucho más difícil que el de conquistarlo, a pesar de lo que digan los jefes de los partidos, tanto a nivel nacional, regional o local, que están a punto precisamente de perderlo por no conocer dicho arte. La capacidad de preservar el poder – y con ello la grandeza para la Historia del propio nombre – en circunstancias políticas perpetuamente cambiantes, como es el caso de los regímenes de libertad, no es un don devenido de la excelencia natural, la inteligencia o la mera obediencia a las leyes sociales o convenciones formales. Se trata, en parte, de comprender la hostilidad en que siempre incurre el ejercicio del poder, por moralmente bueno que sea – el poder siempre es antipático -, y de actuar de acuerdo con este entendimiento siempre activado, evitando ofender innecesariamente y resistiendo la pulsión del miedo y la imaginaria sospecha. Siempre que no se toque una cuestión vital, el buen dirigente no debe turbarse ante la crítica y la murmuración. “Dejadlos murmurar, pues que nos dejan mandar”, decía Sixto V, a quien le refería cuán mal se hablaba de él por Roma. Esto requiere la capacidad de una interpretación contextual constante, es decir, una comprensión profunda de las tendencias humanas, la condición actual y real de uno mismo y tener el oído siempre alerta respecto a lo que dicta la prudencia en el mundo tal como es cada día. “Quien depende de muchos en muchos peligra”, reza un adagio político.

Quien ostenta el poder debe saber muy bien jerarquizar sus quereres, siguiendo al pie de la letra los consejos de Blondel y su concepto de “volonté voulante”. El querer fundamental ( el bienestar de la patria y la razón de ser del partido ) debe regir los quereres circunstanciales. Todo querer se apoya en un querer anterior, y son los quereres más antiguos y básicos los que deben siempre prevalecer en la acción política y en las relaciones no sólo entre partidos, sino también en las relaciones internas de cada partido. Los grandes líderes con vocación de permanencia en regímenes de libertad lo han percibido muy bien. Las decapitaciones políticas en los partidos suelen reflejar el miedo obsesivo de los malos dirigentes a sus compañeros más capaces, cuya propia capacidad es para ellos ya un presunto peligro – en vez de un recurso precioso del partido -, y su ansiedad por eliminar todo vestigio de oposición o neutralidad ( “conmigo o contra mí” ), creándose paradójicamente una polarización que sí encierra un peligro cierto para los dirigentes. Siempre se agrava el peligro cuando el que ostenta el poder responde instintivamente, sin comprender el contexto diario ni autocontrolarse. Cuando a la crítica interna se la combate subrayando sólo la autoridad del líder se suelen provocar las mismas consecuencias que se quieren evitar. Y, al fin, el ejercicio del poder, una vez que el poder está internamente dividido, inicia regularmente un ciclo destructivo de respuestas instintivas, de intentos antagónicos e inútiles que sólo pueden socavar la fortaleza del partido. El arte de permanecer es saber delegar, confiar en todos, y no cortar jamás relaciones con ninguno, sobre todo con los más sospechosos de traición. Al traidor se le descubre siempre sólo con hablar con él de vez en cuando. No hablar con todos, también con los peores, supone siempre un conocimiento parcial de la organización, que a la postre debilita el mando. }

Es asimismo básico que cualquier cuadro político sepa, tras una rigurosa autoevaluación, hasta dónde puede subir en la escala del poder interno de un partido. Pues es frecuente en política perder el poder que se tiene por codiciar un poder más alto que no sabemos tan bien desempeñar como el primero. Si conocerse a sí mismo es algo básico en cualquier persona que no quiere hacer el ridículo, en el caso de un político es aún más importante, porque atañe al bueno o mal futuro de la organización y de la propia Nación que puede llegar a pilotar. Y, por otra parte, la mejor manera de ascender políticamente es preservando el poder que ya se tiene. El buen dirigente debe ser respetuoso con los compañeros que piensen de otro modo, escuchándolos con tolerancia, siempre que no se toque la cuestión vital del mando elegido democráticamente y los objetivos fundamentales que dan la razón de ser del Partido, pues como diría el murciano Diego de Saavedra Fajardo en sus Empresas políticas, tan escrupulosamente estudiadas por Manuel Fraga Iribarne, “sufrirlo todo o es ignorancia o servidumbre, y algunas veces poca estimación de sí mismo”. La clemencia desordenada ante la indisciplina cría desprecios, ocasiona desacatos y causa la ruina de los partidos. No hay respeto al mando político donde no hay temor a los estatutos internos. Si bien es verdad que hay que tener en cuenta que no siempre se obra con segundas intenciones, y aún el más ambicioso suele a veces caminar con honestos fines. Contra la envidia de los adversarios internos lo mejor es levantarse a lo glorioso hasta que el envidioso pierda de vista al que persigue. Cuanto más alto se esté, tanto menor será la envidia. “Ladran los perros a la luna, y ella con majestuoso desprecio prosigue el curso de su viaje”. La primera regla del dominar es saber tolerar la envidia.

Doctor en Filología Clásica

Publicado originalmente en elimparcial.es