José María Méndez
Hace ya bastantes años estuvo de moda la llamada “Teología de la Liberación”. Se hizo popular la expresión “iglesia de los pobres”. Caracterizaba bien la idea central de esa doctrina. El acento se ponía menos en la salvación en la otra vida y más en combatir las injusticias sociales de aquí abajo. No se prometía la felicidad en el más allá o en el cielo, sino en el más acá o en la tierra. Y esta felicidad terrenal empezaría por erradicar la pobreza. La acción de la Iglesia debía focalizarse como primera finalidad en luchar contra la explotación de los pobres por los ricos
La genial clarividencia del Papa San Juan Pablo II logró cortar de raíz aquella burda desviación del mensaje de Jesucristo. El Hijo de Dios devolvió la vista a algunos ciegos, pero no a todos. Curó a muchos leprosos, pero no a todos. Y mucho menos se mezcló en asuntos políticos, como liberar a los judíos de la dominación romana. Jesucristo se encarnó y murió en la Cruz para abrir las puertas del cielos a “todos” los seres humanos, ricos y pobres. Los pecados de los pobres no están menos necesitados del perdón divino que los pecados de los ricos.
El apelo exclusivista a la “iglesia de los pobres” es una clara perversión del Evangelio, por muy comprensibles y respetables que fueran las intenciones de sus promotores. La buena nueva no consistiría ya en que se han abierto las puertas del cielo para los pecadores arrepentidos, da igual si pobres o ricos. La buena nueva sería ahora que la Iglesia ha asumido como su tarea primaria la lucha contra la pobreza en el mundo.
El cuidado por los pobres siempre ha figurado en el cristianismo como una de las más elementales obras de misericordia. Una recomendación para la conducta de las personas singulares, y una inspiración para tantas asociaciones benéficas que han surgido en la Iglesia a lo largo de la historia. Pero nunca la ayuda a los pobres se convirtió, al menos teóricamente, en la finalidad principal o prioritaria de la Iglesia.
La misión primaria y fundamental de la Iglesia es recordarnos que estamos en este mundo de paso, “in via”, y que lo que en definitiva cuenta es la salvación eterna. “in patria”. Esta fue la predicación constante de aquel gran Papa, que verdaderamente merece el calificativo de “Magno”, aunque sólo fuera porque acabó con la nefasta teología de la liberación.
Y sin embargo, de nuevo se oye la vieja cantinela de la “iglesia de los pobres”. Otra vez, en las homilías oímos predicar demasiado poco del cielo y demasiado mucho de la tierra. Otra vez en los documentos eclesiásticos se habla demasiado poco de la salvación eterna, o casi nunca, y se insiste demasiado mucho en las injusticias sociales, o casi siempre.
Coloquemos esta ardua cuestión en un nivel estrictamente teórico. No tratamos aquí de las personas sino de la lógica de sus ideas.
Dentro de esta perspectiva, hagamos un experimento mental, como llaman los científicos a aquellas situaciones que no pueden darse en los laboratorios, sino en sólo en nuestra imaginación. Supongamos que milagrosamente la teología de la liberación ha conseguido su objetivo. Ha alcanzado pleno éxito. Ya no hay pobres. Todo el mundo es rico. Los teólogos de la liberación se han quedado sin trabajo. Ya no pueden clamar contra la pobreza, por la sencilla razón de que ya no existe.
La cartera de toda persona está repleta de billetes grandes. O hay en ella una tarjeta oro respaldada por un saldo abundante en la correspondiente cuenta bancaria. De acuerdo. Pero junto a su cartera está el corazón. ¿Y qué hay en él? ¿Han desaparecido acaso los malos sentimientos? ¿O quizá siguen anidando en él las viejas pasiones de siempre: odio, envidia, resentimiento, celos, rencor, deseos de venganza, ambición de poder, etc, etc?
Hagamos incluso la concesión de que ha eliminado la codicia, la avaricia, el deseo de tener más riqueza que el vecino. Nadie envidia a nadie porque tenga más dinero. Pues a nadie le falta lo suficiente para permitirse el capricho que quiera. De acuerdo. Pero eso es compatible con que se envidie a alguien por ser más guapo, o más listo, o más simpático, por tener mejor salud o por cualquier otro don que él tenga y yo no. Por tanto, ni siquiera el veneno de la envidia habría desaparecido del todo.
Así pues, del supuesto de que no hubiera pobreza en el mundo no se infiere que los hombres fuesen automáticamente felices aquí abajo en la tierra. Más bien se deduce que seguiría habiendo guerras, abusos, injusticias, engaños y traiciones como hasta ahora. El escenario de la cruel y feroz humanidad no cambiaría por el hecho de que todos fuesen ricos y nadie pobre.
Haciendo uso de algo de lógica, concluyamos que el “estado de bienestar”, del que hablan los economistas y por el cual suspiran los teólogos de la liberación, es una condición necesaria, pero no suficiente, para la felicidad terrenal. En el supuesto de que esté cumplida esa” conditio sine qua non”, quedaría pendiente la cuestión de la suficiencia. ¿Dónde está? ¿Cómo encontrarla?
A mi juicio, este experimento mental nos brinda dos grandes enseñanzas. La primera es que los que prometen la felicidad en la tierra gracias a la sola abundancia de bienes materiales, son unos engañadores, unos vulgares timadores. Y además unos ignorantes en lógica. Confunden la condición necesaria “no A → no B” con la condición suficiente “sí A → sí B”. Que todos seremos felices, si somos ricos, es la sutil falacia con que la teología de la liberación se engaña a sí misma. Da por supuesto que el dinero nos hará mejores. Sin duda es una triste realidad que la falta de dinero hace a muchos hombres peores. Pero tampoco de ahí se deriva la utópica conclusión de que la riqueza los hará infaliblemente mejores.
La segunda gran enseñanza es que sólo en Jesucristo está la suficiencia que buscamos. La felicidad humana hay que buscarla en la regeneración de los corazones, en la purificación de los sentimientos, en el “arrepentimiento de los pecados” -incluso es ya rara esta expresión- y en el perdón que Cristo logró para todos los que sinceramente lo pidan.
Esa felicidad no es de este mundo. Está en el más allá. Y sin embargo, cuando recibimos el sacramento de la penitencia, vislumbramos aquí abajo un atisbo de esa felicidad suprema. Lo mismo que cuando tenemos la suerte de estar rodeados por personas que nos quieren y luchan contra sus pasiones y malas tendencias. La buena nueva del Evangelio es saber que, gracias a la muerte de Jesús en la Cruz, esos
fugaces remansos de felicidad terrena se pueden convertir en la auténtica felicidad eterna, la verdadera meta a la cual aspira el corazón del hombre. Estamos hechos para ser felices con Dios en el cielo. Nada menos que eso. La felicidad de tercera clase, que se despacha bajo el equívoco lema “iglesia de los pobres”, es un timo, un vulgar engaño, un fraude. Recordemos la conocida frase del genuino teólogo de la auténtica liberación: “nos hiciste, Señor, para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”.
Presidente de la Asociación Estudios de Axiología
Publicado originalmente en elimparcial.es