Cambio de calendario

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Juan José Vijuesca

Si con la ingesta de doce uvas uno se cree eso de sentirse otro y de que el mundo se ha doblegado a nuestra tanda de deseos, me rio y me parto.Lo de cambiar de año es cosa del gremio de las artes gráficas. Miren si no las ansias por conseguir que el nuevo calendario cada vez lo sea de mayor tamaño, con los números grandes y con amplio espacio para apuntar las citas médicas. Qué lástima.

La verdad es que se comienza con mucho ímpetu con eso de: “Feliz año nuevo”, que está bien porque es un acto reflejo, salvo honrosas excepciones; sin embargo, a medida del transcurrir de los días la cosa va perdiendo efectividad y la buena voluntad acaba de manera súbita.Creo que la vigencia de este exclusivo deseo debería estar regulada por ley, y lo digo porque hay quienes a mediados de febrero, incluso por marzo, te da un calendario de bolsillo y además te felicitan el año en curso. Insólito porque en febrero busca la sombra el perro, a finales que no a primeros; y en marzo, quien no haya podado se ha quedado atrasado. Ya me dirán ustedes que pinta lo del nuevo año.

Como todo en esta vida se reencarna, a decir de un monje tibetano amigo de la familia, debo darle la razón pues con el cambio de año la tarjeta de crédito renace en forma de hija de Satanás. Tres meses después de haberte comido aquellos langostinos tigre y demás artificios de lujuriosa mandíbula y ojos de aumento, por aquello de comer con la vista, compruebas como comienza la disfunción eréctil de la cuenta bancaria, y lo peor no es eso, es que no consigues recordar a qué obedece tanto deterioro económico. Sin embargo no todo es tan malo si has sido previsor; es decir, tres meses antes de los fastos consumistas puedes comprar de todo, incluidos los regalos de Navidad y Reyes con un sustancial ahorro, eso sí, hay que congelarlo, da igual que sea un rodaballo como si se trata de los juguetes de los niños o los calcetines para el abuelo o la chaqueta de perlé para la abuela.

Cada vez se anticipa todo de tal manera que en septiembre te comes el turrón de diciembre; en octubre haces cola en Doña Manolita, en noviembre las torrijas de semana santa y en diciembre algunas agencias de viajes te invitan a reservar tus vacaciones del próximo verano con el atractivo regalo de un descuento del 10 por ciento; es decir, en cuestión de cuatro meses ya lo tienes casi todo resuelto. El resto del año, o sea, ocho meses, los tienes para asuntos propios.

Aún quedan los flecos, ya saben, el roscón de Reyes que viene a reforzar las paredes intestinales ante cualquier imprevisto que la cuesta de enero tenga a bien, ya saben, disgustos dinerarios, por ejemplo, pues los nervios son propensos a instalarse en el aparato digestivo. Sabido es que los españoles no guardamos ningún rencor a los bancos, nada de eso, lo que sucede es que estas benefactoras entidades son muy de cobrarlo todo y además lo hacen de golpe y sin ningún miramiento. Una canallada. Pero no crean, a pesar de tanta maldad gremial hay quienes entran en estos establecimientos para que les regalen un calendario, una agenda o un bolígrafo de aquellos tiempos. Qué lástima. Como se estropean los cuerpos.
Permitan mis lectores que les recuerde una obviedad, porque pasando el día de Reyes tan solo nos queda la leyenda urbana del propósito de enmienda. Pero no por eso debemos perder la ilusión del intento, ya saben, aprender maorí o ser mejor persona. Grandes retos, por cierto, que en ningún momento han de suponer dar de lado tanto a la figuración como a los sueños. A fin de cuentas las ilusiones, como es tradición, las fabrica el calendario.

Escritor

Publicado originalmente en elimparcial.es