Por más que nos rasguemos las vestiduras ante lo que consideremos doble moralidad del gobierno y sus seguidores al aplaudir la desaparición de instituciones o ser indulgentes con actos de corrupción que antes condenaban, no avanzaremos si no asumimos que el discurso de la hoy oposición parte del total descrédito. La razón: también hubo indulgencia con actos de corrupción, y muchas instituciones se diseñaron a modo de una élite política cerrada, corrupta y que nunca pensó en instrumentos eficaces de rendición de cuentas.
El ejemplo más reciente: las redes sociales están al borde del paroxismo tras el anuncio que el presidente enviará al Congreso una iniciativa para adscribir a secretarías de Estado 16 organismos descentralizados y desconcentrados, que perderían su autonomía. Entre los cambios, desaparecerá la Secretaría Ejecutiva del Sistema Nacional Anticorrupción. ¿Indignante? Definitivamente, pero mientras un lado aplauda incondicionalmente y otro solo se limite a reaccionar, seguiremos en esta dinámica de destrucción.
Para dar un ejemplo de esa doble moral recordemos que, en noviembre de 2012, semanas antes del inicio del gobierno de Enrique Peña Nieto, el equipo de transición envió una reforma a la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal para, entre otras cosas, crear ese Sistema Nacional Anticorrupción. Dado que eso requería una reforma constitucional, en el inter se fortalecieron las capacidades de vigilancia de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, y se le quitaron tantas atribuciones a la Secretaría de la Función Pública que ni siquiera se nombró un secretario en años.
¿Qué pasó? Pocas semanas después arrancaron las negociaciones del Pacto por México, y el Sistema Nacional Anticorrupción se dejó prácticamente al final del ciclo. ¿Hubo actos de corrupción para aprobar las reformas, como hoy reclama el gobierno? Quizás, pero las instituciones de vigilancia eran prácticamente inexistentes. De hecho, cuando estalló el escándalo de la Casa Blanca se nombró a un Secretario para Función Pública: Virgilio Andrade. Naturalmente, poco pudo hacer.
El descontento por la corrupción subió tanto, que los partidos tuvieron que retomar el Sistema Nacional Anticorrupción por ahí de 2015, y quedó acéfalo porque el Congreso decidió congelar el nombramiento. La razón: a Ricardo Anaya se le hizo fácil usar la bandera anticorrupción para su campaña, desentendiéndose de acuerdos tomados para este órgano y la Fiscalía General de la República, creyendo que él designaría a estos funcionarios siendo presidente. El resultado: los acabó designando López Obrador, a modo también.
Cierto, lo que está sucediendo es materia de escándalo, pero mientras los simpatizantes del gobierno sigan creyendo que López Obrador los está haciendo escarmentar, en nada avanzaremos. ¿Se están destruyendo instituciones y creando otras a modo? Definitivamente, pero otros fieles del gobierno lo celebran, toda vez que corresponde a su propia moralidad. Otros más creen que todo depende de la decisión providencial de una persona, toda vez que muchas instituciones se diseñaron por décadas para ser prácticamente simbólicas.
Pero mientras sean peras o manzanas, una oposición incapaz de hacer autocrítica permitirá que Morena siga por un buen tiempo más. Ahí la llevan…
@FernandoDworak