Despedirse

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Una de las experiencias más intensas que se viven como humanas es decir adiós. Despedirse, renunciar. La pandemia nos ha puesto sistemáticamente en el dintel de una situación semejante, al que se suma el crimen, la impunidad, la injusticia y la débil gobernabilidad en este país.

Al final de la vida, ahora empiezo a entender la condición de las y los viejos, sobrevivientes a su generación, con pérdidas sistemáticas e irreparables, a veces en cadena, que ven desparecer a quienes amaron.

Entre las manos y los pensamientos, como en el agua, se desdibujan las sonrisas, se hunden los recuerdos de amistades, grupos o colectivos, de colegas, de familiares, empezando por los padres y los maridos. Y así entramos a un espacio de soledades individuales, no tristes sino punzantes y sin solución personal. También puede que se rescaten trozos de momentos y experiencias felices.

La persona que desaparece, ya sea por edad o por enfermedad, deja recuerdos e imágenes que interpelan a tu inteligencia. Te obligan a los recuentos de los momentos compartidos, de los proyectos inconclusos; puede conducirte a un sentimiento de desamparo.

Pero una muerte anticipada, violenta, incomprensible, puede convertirse en frustración, si dejas de lado la indignación, el coraje y la denuncia. Nunca hay que apostar a la desesperación.

La muerte es lo irremediable. Pero choca con la racionalidad cuando pudo evitarse. ¿Qué puedes hacer? La mataron, en plenitud, activa, con proyectos por cumplir. Ella me contó que estaba feliz, orgullosa, confiada, que las cosas al fin podían cambiar.

Mi amiga. Lourdes Maldonado López fue ultimada de la manera más vil. Se trataba de cegar su voz. Se opacó en un instante el brillo de sus ojos. No pudo defenderse. De mi generación, una valiente mujer, colega, que se adhirió a la aventura infinita que en los años 90 nos reunió a muchas profesionales de la comunicación para reportear la vida de las mujeres.

La última vez que estuvimos juntas, nos comimos una langosta con frijoles y tortillas en Puerto Nuevo, Rosarito, a unos kilómetros de Tijuana, frente al mar de Cortés. Hicimos, entonces, un recuento de nuestra amistad de casi 30 años, de los espacios de comunicación que se iban reduciendo, de la criminalidad creciente en todo el país, de las diferencias salariales y de oportunidades para las mujeres, de la cínica y corrupta clase política en México, de la maravillosa profesión que compartimos.

Se fue. Se despidió de mí tres días antes del asalto. Y es que nunca dejamos de conversar. Su asesinato es resultado de la impericia y de un sistema de opresión y restricciones a la libertad de expresión. Víctima de la peligrosa actividad que ha matado en 21 años a más de 140 periodistas, hombres y mujeres. Víctima de la indiferencia y la demagogia oficiales. No hay más palabras. Hay desazón y denuedo.

Su muerte violenta, afirma un comentarista, fue catalizador para el gremio, que escenificó estos días una respuesta espontánea de indignación colectiva ante la incapacidad institucional y la superficialidad del discurso oficial. Ahora no se puede decir más. Nada nos devolverá a Lourdes Maldonado, a María del Sol Cruz Jarquín, a María Elena Ferral, a Miroslava Breach, a Javier Valdez, apenas un puñado de esa larga y tremenda lista.

Sí podemos, en cambio, evitar que nos arrebaten a otros y otras a mansalva por caciques y tiranos en esta poblada geografía nacional, tanto como mantener intacta la decisión serena y eficiente para parar la violencia criminal e institucional. Ya es hora. Veremos…

Periodista. Directora del portal informativo SemMéxico.mx