No hay ciencia ética de casos concretos

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José María Méndez

Se cuenta de Unamuno que, paseando con unos amigos por los jardines del Convento de San Esteban en Salamanca, con su imponente fachada barroca, se apartó de ellos, metió la cabeza en un pozo de piedra que hay allí y gritó con todas sus fuerzas “YOOO……….”. Su voz retumbó en el brocal del pozo y se oyó en muchos metros a la redonda.

– “¿Por qué hace Vd eso, Don Miguel?”

– “Para recordar a quien quiera escucharlo, y sobre todo a mí mismo, que no ha habido nunca antes un Miguel de Unamuno, ni lo volverá a haber jamás”. Esta idea de que cada persona humana es única e irrepetible en la historia de la entera humanidad se repite constantemente en las obras filosóficas de Unamuno. Y debiera bastar para convencernos de que no puede hacer ciencia ética de los casos concretos.

En efecto, imaginemos que todos los datos de un caso anterior son exactamente iguales a los míos ahora. Todo es igual: edad, altura, peso, presión sanguínea, asunto, estado de ánimo, circunstancias, etc. Sólo hay una diferencia: que él es él y yo soy yo. Esto basta para concluir que no estoy obligado a tomar la misma decisión que la persona anterior, por muy acertada que ésta fuera. Puede incluso que mi decisión sea la contraria en la misma situación y también yo acierte. Dos soluciones verdaderas al mismo problema matemático son imposibles. Pero dos soluciones acertadas al mismo caso moral son posibles.

Estrictamente hablando nadie puede decir hasta qué punto exacto hizo el bien o el mal en su caso concreto. Eso sólo Dios lo sabe y nosotros nos enteraremos en el Juicio Final. Entonces conoceremos la verdad sobre nosotros mismos.
Sin duda la justicia humana es necesaria para que la sociedad funcione. Pero las sentencias de los jueces de este mundo son por fuerza provisionales. También ellas serán juzgadas y revisadas en ese Juicio Final.

¿Cómo distinguir entonces el bien del mal?

Lo único que está claro y fuera de toda duda son los principios morales, las reglas generales, no matarás, no robarás, respetarás a la naturaleza, etc. Disponemos de la llamada “Regla de Oro”. Trata a los demás como deseas que te traten a ti. O dicho de otra manera. Si imaginamos que todos los humanos, todos sin excepción, vivieran la conducta A, y vemos con evidencia que en ese supuesto todos saldrían ganando y nadie perdiendo, entonces A es un valor ético. A es lo que “debe” hacer la gente, lo haga o no lo haga.

La Regla de Oro es aún más contundente cuando la empleamos de modo negativo. Pone entonces al descubierto con mayor claridad aún que una determinada conducta es antivaliosa y vitanda.

Pongamos un ejemplo sobre una materia de candente actualidad. ¿Qué pasaría si todas las mujeres, todas sin ninguna excepción, abortasen siempre, también sin ninguna excepción? Hay que suponer al actual Presidente de Francia la suficiente inteligencia para llegar a esta difícil conclusión: los seres humanos desaparecerían de este mundo. Por tanto, el aborto no puede ser un valor ético, y mucho menos puede fundamentar un imaginario derecho a abortar, como pretende Macron.

Así pues, hay suficiente luz para identificar los valores éticos o los principios morales generales. Basta la Regla de Oro. La dificultad está en cómo llevarlos a la práctica en la vida real, aplicarlos a “mi yo y mis circunstancias”, como diría Ortega. Esa aplicación no puede estar prevista o reglamentada por nadie, si realmente cada persona humana es única e irrepetible.

La solución al caso concreto en que alguien se encuentra aquí y ahora no está escrita en ningún libro. Es la primera vez que ocurre en la historia. No hay precedentes absolutos o automáticos. Cada persona debe improvisar su decisión en uso de su libertad positiva, porque crea el bien y el mal de sus decisiones en el mismo sentido en que Dios creó el mundo de la nada. Nicolai Hartmann usaba la elocuente expresión “ein Schöpfer im kleinen”, un creador en pequeño.

Ordinariamente no solemos advertir esta dramática tensión propia de la vida ética. “¿Voy a la oficina en metro o tomo el autobús?”. Pero en toda vida humana suele haber tres o cuatro ocasiones en que hay que tomar decisiones importantes. Y entonces hay que asumir el riesgo inherente a la libertad en sentido positivo. Ser responsables únicos e íntegros del bien o el mal de nuestras acciones.

Sin duda yo debo seguir lo que me dice mi conciencia moral “cierta”, en cuanto se opone a “dudosa”. Estoy completamente seguro de lo que tengo que hacer y lo hago. Pero esa seguridad psicológica no implica que mi decisión sea también “acertada”. No hay ciencia ética de los casos concretos. La grandeza de ser libres en sentido positivo surge bruscamente ante nosotros en estas situaciones dramáticas. Justamente en ellas percibimos la enorme dignidad de la persona humana, como notó Hartmann. Pero también son `patentes sus limitaciones. Hay que asumir el riesgo de que no pueda saber de antemano cuál sea la mejor solución a mi arduo problema.

Lo único seguro es esto. Cuanto más conocimiento teórico tengamos de los valores éticos, o de los principios morales que cumplen la Regla de Oro, más probabilidades habrá de acertar en nuestra conducta práctica. Y cuanto mayor sea nuestra ignorancia de los valores éticos o de los principios morales, tanto mayor será la probabilidad de “meter la pata”. Hay que razonar de arriba abajo.

Ciertamente, para cada regla moral puede encontrarse el caso concreto que la contradice. Cabe matar en legítima defensa. Santo Tomás de Aquino citaba al que come la fruta de un huerto ajeno, porque está a punto de morir de hambre. En teoría, puede darse el caso de un aborto justificado, aunque yo no haya sido capaz de encontrar el ejemplo adecuado, por más que lo haya buscado.

Lo que no cabe nunca en ética es razonar al revés, de abajo arriba, deducir las reglas generales a partir de los casos concretos. Y por muchos que éstos sean. “Aunque todo el mundo asesinase, no por eso el asesinato se convertirá en una acción digna y noble en sí misma”, repetía Kant. El mismo Hume se dio cuenta de que nunca un “debe ser” puede deducirse a partir de un “es”. Lo que debe hacer la gente no puede establecerse nunca a partir de lo que hace. El error básico de la Escuela de Frankfurt es pensar que el deber-ser puede determinarse por el consenso humano.

Todo esto ha sido confirmado por el decisivo hallazgo de la lógica moderna: el deber ser ético se formaliza lo mismo que el Ser Necesario o Dios.

Macron, el Parlamento Europeo, las televisiones de todo el mundo, los colectivos LGTBI, etc. sin duda tienen hoy día la fuerza, el poder, el dinero y hasta las mayorías parlamentarias. Son los poderosos que imponen su criterio moral a los débiles. Existe el derecho a abortar porque así lo hemos decidido quienes “tenemos la sartén por el mango”. No nos hace falta para nada vuestra Regla de Oro.

No seré yo quien niegue esta amarga realidad. Reconozco que tienen la fuerza bruta. Sólo opongo que no tienen la razón. Razonan al revés, de abajo arriba. Intentan deducir las reglas generales a partir de las conductas de hecho.

En el supuesto más favorable, infieren una pseudoverdad moral a partir del “es” de una multitud de casos concretos en que pueda ser lícito apartarse de los principios éticos generales. En el peor de los supuestos, se trata de “racionalizar”, en el sentido en que usan esta palabra los psiquiatras, las más rastreras pasiones humanas.

Sin duda arrollarán de momento. Quizá durante muchos años. Pero al final fracasarán. Como fracasaron todos antes, desde Juliano el Apóstata hasta Lenín y Stalin. Están condenados al fracaso porque no tienen la razón. Sólo tienen la fuerza bruta.

Empezamos recordando una anécdota de Unamuno. Terminemos con su lapidaria frase: “venceréis, pero no convenceréis”.

Presidente de la Asociación Estudios de Axiología

Publicado originalmente en elimparcial.es