Alfredo Portillo
El geógrafo francés Christophe Guilluy ha desarrollado un interesante concepto para explicar las mutaciones sufridas por la sociedad occidental durante las últimas décadas del siglo XX y las dos primeras de la actual centuria. Se trata de lo que él da en llamar la ‘no sociedad’, que expresa una figura social caracterizada por la desaparición de la clase media, como resultado de su progresiva pauperización, y la consolidación de dos polos sociales, la clase alta y la clase popular.
Con su mirada de geógrafo, Guilluy descubre a la no sociedad a través de la representación cartográfica de la geografía social de la clase popular, asentada en las periferias de las ciudades y en las zonas rurales, y a la clase alta, que habita y labora en territorios urbanos exclusivos, dotados de servicios públicos de primer nivel. Y a través de los mapas de geografía electoral, para identificar los patrones de la votación a favor de determinadas opciones políticas, las cuales, en el caso de la clase popular, en apoyo a opciones populistas, muchas veces, promovidas por representantes de la clase alta (caso Trump, por ejemplo).
Lo revelador del concepto de no sociedad, es que coloca a la clase alta como gestora del descenso social, que ha dado lugar a una clase popular fragmentada, no homogénea, conformada por sectores de la población que luchan por su sobrevivencia y se atrincheran en sus identidades, sean étnicas, religiosas, de nacionalidad, de género o socioeconómicas, y que son presa fácil, precisamente, de las estrategias de marketing político-electoral desarrolladas por las opciones políticas que procuran su apoyo.
Así las cosas, la no sociedad, como realidad social, es también expresión de una realidad geopolítica, en la que las rivalidades de poder en el territorio se manifiestan dialécticamente en la bipolaridad clase alta-clase popular, y de manera muy intensa y polifórmica, a lo interno de la clase popular.