Algunos analistas no están sabiendo entender la lógica de la realidad: el presidente estadounidense Joseph Biden tuvo resultados importantes en su reciente gira europea, pero a su regreso se encontró a Estados Unidos con un ambiente político-electoral negativo y siguió disminuyendo su porcentaje de aprobación que anda por el 33%, la cifra más baja en la historia moderna estadounidense.
Frente a este escenario contradictorio, Biden encara el que quizás sea su principal problema: la incómoda figura del expresidente Donald Trump superando poco a poco el juicio político que se le sigue por el asalto el Capitolio el 6 de enero de 2021 y su camino casi seguro –a menos de que lo encarcelen– como candidato republicano a la presidencia en 2024, con los datos de sobra conocidos de que los demócratas están desorientados, divididos y sin ninguna figura que pudiera disputarle escenarios mediáticos a Trump.
En lo interno, el presidente Biden enfrenta tres gravísimos problemas que están complicándole la gestión del poder: la crisis económica con inflación y recesión, la irrupción por cientos de miles de migrantes que están rompiendo la seguridad fronteriza y la falta de control sobre procesos electorales latinoamericanos y caribeños que ha permitido la victoria de gobiernos populistas, progresistas e izquierdistas, todos ellos unidos por un sentimiento antiestadounidense.
La relación de Biden con México puede ilustrar el tamaño de la crisis de gestión de la política exterior estadounidense: el presidente López Obrador boicoteó con su ausencia la IX Cumbre de las Américas, pero el presidente estadounidense invitó a su colega mexicano a Washington el pasado 12 de julio para un extraño encuentro entre dos silencios geopolíticos y estratégicos con discursos mutuos de confusión y fastidio, pero en momentos en que a Estados Unidos le urge de manera significativa un entendimiento con México en materia migratoria para extender la frontera estadounidense del río Bravo al río Suchiate y lograr que México utilice sus fuerzas de seguridad para desactivar contener y a aplacar a las caravanas de migrantes que están derrumbando las fronteras migratorias.
Los varios expedientes de las crisis en Estados Unidos no encuentran caminos siquiera de explicación en la Casa Blanca y menos aún pudieron encaminarse soluciones de mediano y largo plazo. El Gobierno de Biden no tiene una estrategia para intentar bajar la inflación que está llegando a 10%, ni menos aún cuenta con algún programa para mantener activa la economía porque el PIB trimestral anda ya en -1.5%, con el fardo de la deuda que aumentó de manera escandalosa y peligrosa con el programa de subsidios directos a los ciudadanos que inyectaron recursos a la economía, pero solo para aumentar la inflación y no mantener la actividad productiva en bienes y servicios.
Las evaluaciones que se analizan en América sobre la crisis de Ucrania no benefician en nada a la política exterior estadounidense, en tanto que el alargamiento de la guerra parece estar beneficiando a Rusia y a China y desgastando la credibilidad de Estados Unidos y sus aliados. La comunidad diplomática americana entró en crisis por las recomendaciones del estratega Henry Kissinger para que Ucrania haga concesiones a Rusia y ponga fin a la guerra, es decir, que acepte la fragmentación del país, con el dato adicional de que la política exterior americana no ha sabido explicarlo responder a estas afirmaciones kissingerianas.
Si se quiere resumir en un punto la crisis de Estados Unidos, podría decirse que Ucrania no está en la prioridad americana y que el problema más grave es el económico por el escenario ya en curso de una economía inflacionaria y en recesión, sin que se tengan indicios de que la salida de la crisis pudiera estar el próximo año. A esta situación se agrega ya el primer cúmulo de evaluaciones que señalan que la crisis económica estaría beneficiando de manera electoral a los demócratas en las elecciones de representantes, senadores y gobernadores y de muchas maneras de fortaleciendo a los republicanos de Donald Trump,
Los paradójico del presidente Biden es encontrarse en un escenario volteriano: el peor de los mundos posibles es el mejor de los mundos posibles, diría el doctor Panglós para alimentar el optimismo de la Casa Blanca que se niega a reconocer el deterioro generalizado de la administración Biden, reproduciendo buena parte del escenario de 1981 que facilitó la victoria contundente del republicano Ronald Reagan ante un desmoronado demócrata Jimmy Carter.
El presidente Biden perdió el control ya de la política interna, porque todo gira en torno a la inevitable relación crisis-elecciones presidenciales de 2024, con la circunstancia agravante de que la pérdida de aprobación del presidente ya contaminó a su vicepresidenta y posible candidata en el 2024 o 2028, sin que se tengan indicios de una renovación de cuadros y liderazgos del Partido Demócrata donde sigue dominando la relación no siempre buena entre Clinton y Obama.
En abono a esta pérdida de base social de Biden hay que registrar el hecho de que en los últimos días han existido cuando menos 10 análisis negativos en el periódico The New York Times, creando un clima de confusión que no ha permitido perfilar a ninguna nueva figura demócrata que pudiera competir con el dominio escénico mediático de Trump. Una de las notas del NYT cita una encuesta entre demócratas que concluye que Biden no debería ser el candidato en 2024 por “un nivel alarmante de dudas dentro de su propio partido, con el 64% de los votantes demócratas diciendo que preferirían un nuevo abanderado presidencial”.
Con apenas un año y medio de gobierno, Biden aparece ya como un pato cojo, esa figura retórica de la política estadounidense que muestra la inviabilidad de un político que no se puede reelegir, que carece de base política y que va abajo en las encuestas.
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