Juan José Vijuesca
Soy más de retos que de propósitos, pero es que yo soy muy raro. La semántica es rica en matices y con eso me quedo cada vez que alguien me invita a correr sobre una cinta triturando el único cuerpo que tengo. Por lo tanto no necesito quemar mis calorías y convertirme en pavesa a base de hacer fitness frente a una pantalla con imágenes pastoriles de los Alpes suizos cuando después de machacarte durante horas sales a la calle y te das cuenta de que no te has movido del barrio. Debo decirles que tampoco dirige mi vida el propósito en dejar de fumar, de manera que tengo muy fácil lo de cambiar de año. Tan solo me limito a descolgar un calendario y sustituirlo por otro, más que nada por poner al día mí ritmo circadiano. A mí eso de cerrar a las 12 de la noche para acto seguido abrir como si hubiéramos conseguido cruzar la Antártida en camiseta de tirantes, me podría parecer fascinante si mantuviéramos la mente despejada; pero no es así, el efecto dura lo que duran las ilusiones depositadas en doce uvas y un chocolate con churros para el destemple. Por eso no me gustan los propósitos y prefiero los retos; pero repito que yo soy muy raro.
Veamos, un objetivo puede ser simplemente un elemento de una lista de tareas pendientes. Es algo que no exige lo mejor de ti mismo. Por ejemplo, cierto día, siendo joven, vi un anuncio en televisión en el que un hombre mostraba una anatomía sin espesores ni fisuras, o sea, la consecuencia del cuerpo perfecto gracias a tomar un yogurt diario de una conocida marca y con cuyos efectos te convertías en el David, de Miguel Ángel. Un alarde de publicidad un tanto canalla, pero yo caí en la trampa. Me hice el propósito sin perder tiempo, no con afán de mejorarlo, pero sí de igualar el modelo. Cincuenta años después me cambié al reto viendo que mis estímulos estaban muy alejados de lo meramente físico. Y que conste que acudí a un especialista en cuerpos, pero ni por esas. De manera que hice caso a mi endocrina quien me demostró que hay morfologías que obedecen a relieves engañosos y otros que cumplen los estímulos de juntar letras sin más mérito que el de hacer felices a mis lectores. Y mi reto para este 2021 no es otro.
Dicho esto a modo de salutación, me temo que mi optimismo chocará con los advenedizos entregados más a lo irracional y gustosos en fabricar falsedades, que a satisfacer el bien general. Los encubridores de la verdad se han instalado en nuestro ecosistema con clara vocación de desmadre discrecional. Juegan con las emociones ajenas como si fuéramos simples peones de ajedrez; para ellos somos predios sirvientes al servicio de unos prebostes que caminan sobre sus propias deslealtades sin importarles ni precio ni pencazos. Se delatan ellos solos y me parece de pésimo gusto que nos circunden de pesares, de malos rollos y toda clase de pesimismos teniéndonos inactivos de ilusiones a través de los medios informativos que babean subliminales ideologías. Cómplices de tracto agradecido para ganar méritos de su amo y a la vez que los vivos se guarden en miedos de horas.
Pues miren ustedes, aquí seguimos y no por méritos de este gobierno que escurre el bulto de la responsabilidad con la facilidad de una anguila, sino por la lealtad que nos tenemos a nosotros mismos, y cuando digo nosotros, me estoy refiriendo a los que aún somos ordenados de conciencia cívica y gustamos en remendar lo que otros se encargan en descoser. Estamos rodeados de una especie de fermentos que van desintegrando nuestra sociedad. Es una lástima que buena parte de los disolutos, inconsecuentes con el problema que nos está cercenando como especie, prefiera dar el mérito al virus antes que a la propia supervivencia. Está claro que buena parte del problema radica en que los humanos estamos mutando a peor para solaz beneplácito de gobiernos que riegan su propio huerto –léase sustento- mientras a los demás nos dan por el recoveco en donde la urología investiga y valora pacientes.
Y he aquí que el no aprender se convierte en moda y el tiempo pasado, por serlo, nos obliga a enmendar, pero ni por esas. Y aquí estamos, esperando no se sabe qué, anclados en la vulgaridad de no poner remedio a nuestros lamentos y quebrantos. No se trata de hacer patria por nuestra otrora grandeza, que ya de por sí nos serviría como ejemplo, sino que bastaría con ser leales para conseguir la seriedad como país. No olvidemos que la honra consiste en la virtud y de ella se desprende el respeto del que ahora carecemos dentro y fuera de nuestras fronteras.
Soy escéptico, cualidad que no mejora la visión de los optimistas, pero que tampoco empeora el pesimismo, lo cual me permite contemplar de manera equitativa como el engaño avanza sin consideración ni límites hacia la conquista del reino de España. Y lo hace sobre miles de cadáveres, sin echar la vista atrás, como si nada hubiera pasado. Mientras tanto seguimos esperando sin saber bien hacia dónde nos encaminamos o hacia dónde nos llevan, porque aquí y ahora la frustración comienza a no dejarnos ver el bosque. -Por cierto, ¿para cuándo la vacuna? -pregunta un iluso. -¿Cuál de ellas? -La de la esperanza, cual si no.
Escritor español.
Publicado originalmente en elimparcial.es