En el extranjero se llegó a privilegiar la interpretación del presidencialismo mexicano como el ideal de todo Poder Ejecutivo: absolutismo con reconocimiento social y el control de los demás poderes por facultades ordinarias que haría ruborizar al barón de Montesquieu.
El presidencialismo mexicano es histórico e irrepetible fuera de la dinámica social y política de México y responde solo a circunstancias del desarrollo social y político desde el modelo monárquico que heredó la Constitución de Cádiz de 1812 y que las tres constituciones mexicanas han asumido para construir un modelo piramidal de funcionamiento político y sistémico.
El sistema presidencialista mexicano fue consolidado por figuras de diferente configuración política: el dictador Antonio López de Santa Anna, el venerado presidente Benito Juárez y el dictador Porfirio Díaz construyeron el Poder Ejecutivo de México a lo largo de tres cuartos de siglo, de 1833 a 1910; y el régimen político del PRI que emergió de la Revolución Mexicana en 1910 heredó ese esquema y ha prevalecido hasta la fecha como un modelo presidencialista-absolutista con mandatarios-reyes que solamente pueden durar en el poder seis años, pero que se sostienen por una estructura del sistema/régimen/Estado con el poder cuasimonárquico del presidente de la República que solo puede gobernar un sexenio, pero que se perpetúa a través de la estructura sistémica.
Todos los políticos de oposición del siglo XX en México buscaron el poder para cambiar la estructura presidencialista, pero ninguno se ha atrevido o ha querido hacerlo una vez que se encuentra con el poder presidencial en las manos. El presidente Enrique Peña Nieto llegó con el voto priista de 32% –más 6 puntos adicionales por partidos coaligados–, pero ejerció el poder como si tuviera tras de sí el 100% de los votos –o más, como ejemplo del absurdo sistémico mexicano–. Los presidentes de México que llegaron desde la oposición –dos del PAN y el actual López Obrador de Morena– han ejercido el poder presidencial como si fueran producto del régimen priísta.
Un régimen verdaderamente democrático en México solo será posible en tanto las fuerzas políticas opositoras presente en un programa de reconstrucción democrática y en el poder tomen las decisiones en ese sentido, porque hasta ahora los tres presidentes surgidos de la oposición han encontrado justificaciones de coyuntura para eludir sus compromisos de reorganización sistémica y prefieren mantener el modelo piramidal de ejercicio del poder que fortaleció el PRI pero que –repito– tiene referencias históricas desde la fundación de México como República independiente.
En los últimos 3 meses el presidente de México se ha enfrentado a espacios acotados de ejercicio del absolutismo presidencial, pero ha encontrado formas y fórmula de superar esas oposiciones coyunturales. Como sistema presidencialista, el mexicano tiene prácticas y reglas muy concretas para ejercer la división de poderes: el Ejecutivo decide, el legislativo aprueba y supervisa y el judicial vigila el cumplimiento de las prácticas constitucionales democráticas. En la realidad, sin embargo y como siempre, las cosas son diferentes: el presidente avasalla a los otros dos poderes.
El PAN y Morena llegaron al poder de la mano de un discurso de refundación democrática y sistémica; pero los mecanismos electorales pueden dar la victoria, aunque no suelen ceder el poder y es ahí en donde los topos del autoritarismo absolutista presidencial minan los territorios de debate democrático. Al final del sexenio, los presidentes con banderas opositoras terminan siendo más priistas que los priistas y de manera paradójica los presidentes surgidos del PRI han sido más aperturistas de espacios democráticos que los opositores.
El modelo de presidencialismo unitario del presidente López Obrador no ha sido explicado todavía en el extranjero: el presidente ejerce el poder todas las mañanas durante tres horas en una conferencia de prensa y después el gobierno se mueve en función de lo dicho en esas reuniones informales sin existir ninguna interrelación de los niveles intermedios del poder, pues todo se centraliza en los dichos presidenciales y no en la gestión del Gobierno. En los hechos, todo lo decide de manera exclusiva el presidente de la República y los secretarios del gabinete han asumido con modestia su papel que las leyes caracterizan como “secretarios del despacho presidencial”, aunque muchos de ellos se muevan como inexistentes ministros de Estado.
Un reciente incidente ha probado la capacidad de resistencia del sistema presidencialista: en la presentación de un informe de la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana del gabinete presidencial dos senadores de la oposición pronunciaron discursos agresivos y gritones contra el general-secretario encargado de la cartera de la Defensa Nacional, un hecho no visto; sin embargo, todo quedó en un incidente retórico porque no modificó las relaciones de poder absolutista del Ejecutivo sobre el legislativo; es decir, no provocó ninguna nueva redefinición real del ejercicio del poder. En una de las películas muy conocidas de la actriz María Félix, aparece como jefa revolucionaria al mando de un comando que está combatiendo contra las fuerzas regulares y de pronto se le terminan las municiones y uno de los soldados le dice a su jefa que ya no tienen con qué matar a los enemigos y la comandanta les dice: “pues miénteles la madre (un insulto a la mexicana) que también les duele”.
Esta metáfora puede ilustrar la situación actual de una oposición impotente en su desorganización y número y una mayoría poderosa sexenalmente que impone sus reglas del juego y en donde la oposición insulta para provocar dolencias al adversario, aunque sin modificar las reglas del juego verticalista del presidencialismo mexicano.
El escenario pesimista de México está a la vista: de llegar nuevamente al poder, la oposición hoy es la misma que no pudo o no quiso o no lo dejaron modificar la arquitectura del Estado absolutista-presidencialista de México y por lo tanto no hay optimismo de que las cosas puedan cambiar.
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