En un tiempo político tardío porque las elecciones de presidente de la República serán en junio de 2024 –dentro de 15 meses–, México volvió a entrar a un intenso debate político que tiene como referente la disputa por la democracia electoral que hoy se presenta entre dos grupos dominantes: la burocracia política de centro-derecha que nunca se ha planteado la reforma del régimen priista y una corriente coyuntural del populismo –no alcanza a ser de izquierda– que busca la revalidación del Estado como el eje político, económico y social.
Si bien México nunca pudo haber sido tipificado como una dictadura ni tampoco como régimen autoritario-represivo, el control político del PRI de 1929 hasta el 2000 y luego su vigencia como estructura de aparato político-administrativo definieron el aparato de poder. La llamada crisis del 68 –la rebelión juvenil que salió a protestar a las calles hasta toparse con la respuesta autoritaria el 2 de octubre– condujo no a una transición a la democracia, sino a una sucesión interminable de reformas aisladas que se movieron en un solo espacio político: la distensión autoritaria.
En México tuvo muy buena recepción política la transición española a la democracia, pero en términos estrictos no se pensó nunca en seguir sus pasos porque México no fue una dictadura como la de Franco, aunque llegó a tener expresiones de represión severas, pero seguidas de aperturas de distensión política y social.
De la reforma política de 1977 que redefinió entonces el sistema de partidos con la legalización del Partido Comunista Mexicano de corte marxista-leninista y desde luego antisistémico a la iniciativa de reforma electoral del presidente López Obrador en 2022, el tránsito político de México ha tenido tres características: la estructura de una Constitución estatista que garantiza derechos sociales, la existencia de un sistema productivo que nunca pudo asumir su relación de clases y que se agotó en la manipulación de masas y la imposibilidad práctica para desmantelar el Estado autoritario que heredó la Revolución Mexicana y que se ha colocado por encima de partidos, clases productivas y sociedad.
El PRI nunca fue un partido político formal, sino que operó como el aparato político de control de masas de la élite burocrática del Estado a través de su funcionamiento, a su vez, como aparato de control político del régimen, dominando a todas las clases productivas y a todas las formaciones ideológicas. El PRI llegó a tener la militancia –no probada, pero si funcionalista– de 10 millones de trabajadores y en momentos clave fueron importantes para desmovilizar acosos empresariales y sociales.
El PRI perdió las elecciones presidenciales en 2000, después de 71 años de dominio partidista, pero se encontró con una oposición incapaz de construir una alternativa: el PAN de centro-derecha gobernó de 2000 a 2012 en alianza con el PRI y por tanto sin capacidad para reconstruir el régimen; en 2012, el PRI regresó a la presidencia con la figura mediática de Enrique Peña Nieto, pero con la tarea de fortalecer el proyecto neoliberal económico de mercado que tenía todo el apoyo del centro-derecha.
En 2018, el candidato opositor Andrés Manuel López Obrador enarboló la bandera del cambio de régimen y de la búsqueda de una cuarta transformación sistémica –después de la Independencia, la Reforma liberal y la Revolución Mexicana– , aunque solo definida como discursiva propuesta posneoliberal; en sus cuatro años de gobierno, López Obrador solo ha intentado la reconstrucción del viejo modelo populista social de 1917-1982, pero con el error estratégico de distraer recursos, ánimos y discursos en proyectos de gobierno que no han modificado las relaciones productivas ni de poder.
La crisis autoritaria que transcurrió del conflicto estudiantil de 1968 al fraude electoral de 1988 fue enfrentada con decisiones parciales solo de distensión político-electoral que no lograron configurar una reconstrucción sistémica. México ha pasado del PRI al PAN, del PAN al PRI y del PRI a Morena, pero sin reconstruir su sistema productivo y arrastrando desajustes en la dinámica económica que necesariamente han provocado crisis políticas y de gobierno.
La actual batalla política de México gira en torno a la reorganización del Instituto Nacional Electoral, una oficina que fue creada para sacar del Gobierno la organización de las elecciones, pero que derivo en una instancia de tipo político que define las características de una democracia procedimental basada en la vigilancia del funcionamiento de los partidos. La iniciativa presidencial de López Obrador busca que el INE solo organice elecciones y deje la definición y disputa por la democracia a la competencia política e ideológica de partidos y organizaciones sociales en el parlamento y en la disputa por el poder.
El INE actual y la propuesta del presidente López Obrador no afectan en gran cosa el funcionamiento de la democracia mexicana porque está probada ya su existencia en la alternancia partidista. El problema de la democracia mexicana proviene de un sistema productivo con clases controladas por el gobierno y por lo tanto sin posibilidad de influir en la dinámica de las relaciones sociales y políticas.
El inconveniente político de México se percibe en una lucha por el control de la democracia procedimental a través de una burocracia intermediaria y partidos políticos que carecen de movilidad por el mecanismo de controles autoritarios por parte del INE. En este contexto, la agenda de México no es la democracia, sino la construcción de una República efectivas de leyes e instituciones, de un Estado autoritario controlado por una burocracia de coyuntura –cualquier partido que gane la presidencia– y con labores que inhiben la dinámica de la actividad política.
El escenario de México revela la necesidad de una transición a una verdadera República de leyes e instituciones que tiene que pasar por la desestatización del Estado, es decir, la urgencia de contar con un sistema productivo dinámico en sus clases determinantes, y por una transición constitucional del estatismo asfixiante a una República con dinamismo social.
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