En estas semanas recordamos el 125 aniversario del nacimiento y el cincuentenario de la muerte de Louis Fischer, el periodista que dio a la profesión uno de sus momentos esplendentes el siglo pasado.
Quienes son aficionados al cine sin duda identificarán el nombre con la extraordinaria película de Richard Attenborough, Gandhi (1982), basada en el libro homónimo de este hijo de un vendedor de pescado y fruta nacido el 29 de febrero del bisiesto 1896 en Filadelfia, Estados Unidos.
No deja de tener un toque irónico que el actor que interpretó al diminuto paladín que arrancó de la corona de la pérfida Albión la joya conocida como “Raj
Británico”, con sus 362 millones de almas, haya sido un gigantón inglés nacido en un villorio de 800 habitantes en el corazón del imperio, Ben Kingsley.
Aquel patriarca semidesnudo consumó, armado con una idea cuyo tiempo había llegado, un evangelio de paz y un puño de sal, lo que ni la Gran Armada de Felipe II o la de Napoleón lograron: doblegar al arrogante imperio en donde nunca se ponía el sol.
La poderosa sombra del Mahatma obnubiló a gigantes de su tiempo. El caso emblemático por incoherente y casi esquizofrénico, fue el de Winston
Churchill, un titán ante Hitler y un déspota frente a Gandhi, a quien tildó de
“fanático, subversivo, maligno… abogado sedicioso […] usurpador de un ejemplar de fakir muy popular en Oriente para trepar medio desnudo y a zancadas la escalinata del palacio virreinal”.
Esa sombra fue luz para otros. Martin Luther King encontró guía y aliento en la resistencia pacífica y en 1930 la revista Time comparó “la Marcha de la sal” de Gandhi con el episodio del “Motín del té” de Boston, que desembocó en la independencia de Estados Unidos.
También a Richard Attenborough imbuyó el resplandor de la idea gandhiana… gracias a Louis Fischer. Era un productor y actor próspero, que “llevaba una existencia cómoda. Tenía mucho trabajo en el cine. Mi dinero estaba bien invertido. Pero entonces Motilal Kothari me regaló la biografía de Gandhi… y me cambió la vida. Fue como un rayo. Desde ese día no pensé en otra cosa. Todo lo que hice, además de viajar casi 40 veces a la India, estuvo encaminado a filmar esta película.”
En una era de gigantes del periodismo y la literatura, Fischer fue una cumbre. Al igual que Jack Reed, Arthur Koestler y George Orwell -por mencionar a tres- fue arrastrado por la ola de entusiasmo que la revolución soviética levantó en el mundo. Y como muchos de sus contemporáneos, un día abrió los ojos al terror del padrecito Stalin y puso distancia con el paraíso de los trabajadores. Este alejamiento lo puso en la mira de la nomenklatura. Desde el comunismo gringo, Max Eastman lo criticó en su libro Artistas en uniforme. León Trotsky lo declaró
“mercader de mentiras” además de “agente literario al servicio de Stalin”.
Su desencanto se vertió en uno de los capítulos de El Dios que fracasó, en donde André Gide, Ignazio Silone, Stephen Spender, Richard Wright y Arthur Koestler, también plasmaron sus reflexiones sobre el eclipse del sueño socialista.
Fischer, hasta su muerte, se vio a sí mismo como “un liberal de centroizquierda, antiimperialista y promotor del cambio social”.
La suya fue una compleja personalidad. Hiperactivo, con pinta de niño malcriado y pasión por el trabajo, fue al mismo tiempo un hombre generoso que regaló los derechos cinematográficos de su obra e intervino a favor de Eisenstein en la disputa con Upton Sinclair sobre el costo de Tormenta sobre México, que el cineasta ruso filmó en 1933.
A lo largo de su vida escribió más de 20 libros -entre ellos La vida de Lenin, galardonado en 1965 con el Premio Nacional de Historia y Biografía- y fue un reportero incansable que se involucró en las corrientes que estaban modelando la historia del mundo. Sus cartas ocupan 68 archiveros en la Universidad de Princeton, donde impartió cátedra al final de su vida.
Principalmente en inglés, pero también en alemán, ruso, hebreo y francés, las cartas dan cuenta del abanico de intereses que tuvo y la influencia que ejerció a lo largo de su carrera. Josip Broz Tito, Sukarno, Robert Oppenheimer, Eleanor Roosevelt, Robert Kennedy, Jawaharlal Nehru, Gandhi, George Chicherin,
Franklin Roosevelt, John F. Kennedy, Dwight D. Eisenhower, Dag Hammarskjöld, Henri Spaak y Anthony Eden, entre muchos otros políticos y estadistas, compartieron con Fischer su visión del mundo.
Gran parte de su correspondencia se refiere a la India, país que visitó en 1942. De sus encuentros con el padre de la patria indostani habría de escribir Una semana con Gandhi y La vida de Mahatma Gandhi, el deslumbrante volumen que en lo particular considero lo mejor que se ha escrito sobre esa gran figura.
En él Fischer despliega, desde el párrafo inicial y a lo largo de 50 capítulos y más de 500 páginas, el estilo sobrio y directo que logran muy pocos de quienes se dedican a este oficio: “A las cuatro y media de la tarde, Abha se presentó con la última comida que habría de tomar: leche de cabra, verduras crudas y cocidas, naranjas y una infusión de jengibre, limón agrio, mantequilla y jugo de áloe. Sentado en el piso de su cuarto en la parte posterior de Birla House en Nueva Delhi, Gandhi comió mientras conversaba con Sardar Vallabhbhai, primer ministro adjunto del nuevo gobierno de la India independiente”.
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