Manu de Ordoñana, Ana Merino y Ane Mayoz
“Un cuento siempre cuenta dos historias”. Esta es la tesis que sostiene Ricardo Piglia (1941-2017) en Formas breves (Anagrama, 2000). El libro es una miscelánea de relatos cortos, fragmentos autobiográficos y ensayos breves, uno de los cuales, “Tesis sobre el cuento”, proporciona en pocas palabras la esencia de sus reflexiones sobre la narrativa, reflejada en toda su obra creativa y crítica: “El cuento se construye para hacer aparecer artificialmente algo que está oculto. Reproduce la busca siempre renovada de una experiencia única que nos permita ver, bajo la superficie opaca de la vida, una verdad secreta”.
Piglia descubre que hay una fuerte y compleja relación entre ficción y realidad. En la nota preliminar de “Mata Hari 55” (La invasión, 1967), dice lo siguiente: «La mayor incomodidad de esta historia es ser cierta. Se equivocan los que piensan que es más fácil contar hechos verídicos que inventar una anécdota, sus relaciones y sus leyes. La realidad, es sabido, tiene una lógica esquiva; una lógica que parece, a ratos, imposible de narrar. Frente al riesgo de violentarla con la ficción, he preferido siempre transcribir casi sin cambios el material grabado por mí en sucesivas entrevistas».
El cuento clásico narra en primer plano la historia 1 y en segundo, construye en secreto la historia 2. El arte del cuentista consiste en saber cifrar la historia 2 en los intersticios de la historia 1. Un relato visible esconde un relato secreto, narrado de un modo elíptico y fragmentario. El efecto de sorpresa se produce cuando el final de la historia secreta aparece en la superficie.
¿Cómo contar una historia mientras se está narrando otra? Esa pregunta sintetiza los problemas técnicos del relato corto. Cada una de las dos historias se cuenta de forma distinta y responde a dos sistemas diferentes de causalidad. Los puntos de cruce son el fundamento de la construcción. Pero siempre una de ellas ha de encerrar el secreto, ya que es la clave de la estructura del cuento y de sus variantes. No se trata de un sentido oculto que depende de la interpretación: el enigma surge al contar la historia de manera enigmática. La estrategia del relato está puesta al servicio de esa narración cifrada.
La versión moderna del cuento (Chéjov, Katherine Mansfield, Sherwood Anderson, y el Joyce de Dublineses) abandona el final sorpresivo y la estructura cerrada; trabaja la tensión entre las dos historias sin resolverla nunca. La historia secreta se cuenta de un modo cada vez más elusivo. El cuento clásico narra una historia anunciando otra; el cuento moderno nos ofrece dos historias como si fueran una sola. La teoría del iceberg de Hemingway es el primer paso de ese proceso de transformación: lo más importante se silencia. La historia secreta se construye con lo no dicho, con el sobreentendido y la alusión.
Kafka invierte la secuencia: cuenta con claridad y sencillez la historia secreta, y narra sigilosamente la historia visible hasta convertirla en algo enigmático y oscuro, omite parte del discurso para suscitar la curiosidad del lector.
Para Borges, la historia 1 es un género y la historia 2 es siempre la misma; su construcción cifrada es el tema del relato. Para atenuar o disimular la esencial monotonía de esa historia secreta, Borges recurre a las variantes narrativas que le ofrecen los géneros. Todos los cuentos de Borges están construidos con ese procedimiento. La historia visible sería contada por Borges según los estereotipos (levemente parodiados) de la tradición cuentística. La historia secreta estaría construida con la duplicidad y la condensación de la vida de un hombre en una escena o acto único que define su destino. Borges (como Poe, como Kafka) sabía transformar en anécdota los problemas de la forma de narrar.
En el último capítulo del libro, “Nuevas tesis sobre el cuento”, Piglia se centra más en la importancia del cierre del relato; propone una serie de soluciones, la mayoría de ellas inspiradas en la forma tan peculiar que tenía Borges de concluir sus historias, siempre con ambigüedad, pero también con la certeza de un desenlace inesperado. Hay algo en la terminación de un cuento que está en su origen; el arte de narrar consiste en postergarlo, mantenerlo en secreto y hacerlo ver cuando el lector no lo espera.
El final pone en primer plano el problema de la expectativa y nos enfrenta a la presencia del interlocutor que recibe el relato, siempre presente en la tradición oral. Borges llega a decir que la novela no es narrativa, porque está demasiado alejada de las formas orales, es decir, ha perdido los rastros de un interlocutor presente que hace posible el sobreentendido y la elipsis, mermando la rapidez y la concisión de los relatos breves y de los cuentos orales. La presencia del que escucha el relato es una suerte de extraño arcaísmo que solo ha sobrevivido en los cuentos. Su lugar cambia en cada relato, pero no su función: está ahí para asegurar que la historia parezca al principio levemente incomprensible y como hecha de sobreentendidos y de gestos invisibles y oscuros.
Piglia nació en Adrogué, una localidad ubicada en la zona Sur del Gran Buenos Aires. Tras la caída de Perón, su padre ─un médico peronista─ se ve obligado a mudarse para evitar la represión y la familia se traslada a Mar del Plata. Esta marcha repentina produjo un cambio sustancial en la mentalidad del joven Piglia: “Nos vamos pasado mañana. Decidí no despedirme de nadie. Despedirse de la gente me parece ridículo. Se saluda al que llega, al que uno encuentra, no al que se deja de ver (…)”. De ser un adolescente impersonal que había leído muy poco (apenas La peste, de Camus, para conquistar a una chica), pasó a hacer de la lectura su afición favorita, lo que le ayudó a descubrir lo que quería ser en la vida.
No lo dudó mucho: a los dieciséis años, cogió una pluma y empezó a escribir las primeras páginas de su diario, la obra de su vida, un proyecto que nunca terminó y que no publicó hasta el final de sus días. Escribía todos los días en cuadernos de tapas de hule negras, hasta sumar 327 ejemplares idénticos, repartidos en 40 cajas de cartón, que el autor utilizó para registrar su vida, privada y pública, como si fuera de otro, iniciando el camino del escritor que convierte la realidad en materia literaria hasta difuminar las fronteras de lo real y lo ficticio para crear una nueva dimensión.
A los dieciocho años, Piglia descubre a uno de sus dioses tutelares: “La lectura de Faulkner es uno de los grandes acontecimientos de mi vida”. La primera frase que encuentra en el prólogo de El ruido y la furia, “Escribí este libro y aprendí a leer”, le causó una gran impresión y le sirvió para despertar su afición a la crítica literaria. Esa sorprendente anotación de Faulkner le hizo percibir que la escritura de ficción cambia el modo de leer. La crítica que realiza un escritor es el espejo secreto de su obra; y el crítico es aquel que encuentra su vida en el interior de los textos que lee.
Por aquella época, era capaz de opinar sobre las diferencias de estilo entre Salinger y Arlt y de escribir sus impresiones sobre Dostoievski, Faulkner, Pavese y Borges, así como de valorar a los escritores de su generación, como Miguel Briante o Juan José Saer. La suerte estaba echada. Su familia quiso que se hiciera ingeniero, pero él se negó y se fue a la Universidad de La Plata para estudiar Historia. Pensó entonces que, si estudiaba Letras, podía dejar de interesarle la literatura. No quería leer por obligación, ni que alguien pudiera evaluar sus conocimientos literarios.
En Años de formación, Piglia describe lo que fue su vida adolescente: “Ya en aquel tiempo tan lejano yo vivía una doble vida y practicaba la esquizofrenia que ha definido mi actitud ante la realidad. Por un lado, en La Plata, llevaba adelante una práctica política, muy teórica, con un grupo de intelectuales avanzados de izquierda y, por el otro lado, viajaba todas las semanas a Buenos Aires, donde pasaba dos o tres días frecuentando el mundito literario, cierta bohemia juvenilista, y me reunía con escritores jóvenes en el bar Tortoni todos los viernes”.
En 1962 gana su primer premio como narrador con el cuento “Mi amigo” en la revista El Escarabajo de oro, en la que más tarde publica un artículo sobre Pavese y un cuento titulado “Desagravio”. Se gradúa en la Universidad de la Plata y se va a vivir a Buenos Aires, iniciando allí una efervescente actividad cultural ligada íntimamente a la política, que marcará toda su obra futura. Colabora en Pasado y Presente ─una de las revistas más importantes de la escena cultural de la época─ y en Liberación, publicación de inclinación maoísta, de cuyo seno nació Nueva Izquierda, una generación de jóvenes intelectuales que pretendían actuar y pensar políticamente por fuera de las filas del Partido Comunista y del Partido Socialista.
En 1963, a petición del grupo trotskista, es nombrado secretario de redacción de dicha revista, cargo que ocupa durante dos años. A sus veinticuatro años, el joven Piglia comenzaba a hacerse un sitio entre los intelectuales de la época y, en 1965, junto a Sergio Camarda, crea la revista Literatura y Sociedad: una publicación en formato libro que pretendía ser de tirada trimestral, pero que solo un número vio la luz, ya que al poco se produjo el golpe de estado del general Onganía. Su eslogan “el libro como arma revolucionaria” no coincidía plenamente con el proyecto que traían los militares, aunque las discrepancias entre los dos socios también contribuyeron al cierre.
Por aquella época, Piglia conoce al editor Jorge Álvarez, que había creado un proyecto cultural abierto a una burguesía surgida del proceso de modernización de la sociedad argentina. Su librería se convierte en el epicentro de todas las discusiones de la izquierda argentina. En 1967, Álvarez funda Tiempo Contemporáneo, que pronto se convirtió en la editorial más importante de la escena cultural argentina, hasta su clausura en 1976 por orden del general Videla.
Piglia recibió el encargo de fijar la línea editorial en el área de literatura, centrada en las nuevas teorías del estructuralismo francés, la Revolución cubana, Rodolfo Walsh, David Viñas y el grupo de Contorno, la problemática del Tercer Mundo, la literatura del boom, el género policial negro y la modernización de las ciencias sociales. Así pasa a ser uno de los referentes del proceso de resistencia y modernización cultural del país, con una noción de izquierda más vanguardista, alejada de los presupuestos que defendía el Partido Comunista.
Notable éxito tuvo el lanzamiento de la Serie Negra, cuya finalidad era alejarse del modelo de novela-problema a la inglesa y generar un nuevo canon de novela “dura” para ese género, y ser, al mismo tiempo, una alternativa al realismo mágico impuesto por el boom, con el que la Nueva Izquierda procuraba a toda costa no identificarse: «Mi entusiasmo por la literatura norteamericana fue una reacción frente a la influencia de Borges y Cortázar, que hacían estragos entre los escritores de mi generación», afirma Piglia en sus diarios.
Rodeado de un buen equipo de traductores, vertió al castellano las obras de los mejores escritores norteamericanos de cuentos policiales (autores poco queridos de Borges, como Dashiell Hammett, Raymond Chandler, David Goodis, Stankey Gardner y Horace McCoy, entre otros), adaptando la jerga americana al argot porteño, algo insólito hasta entonces: “Tenés que ir más al cine. Las películas son algo bárbaro para un piola como vos”, habla un personaje de Hemingway en la traducción de Piglia de Los asesinos. Este fraseo no es errático sino constante, ya que obedece a una decisión consciente del traductor para expresar su posición frente a lo foráneo. En total, la famosa colección lanzó al mercado 21 títulos.
Piglia publicó por vez primera en 1967, Jaulario, un libro de cuentos que recibió una mención especial en el VII concurso Casa de las Américas, y que, ese mismo año, se volvió a imprimir en versión ampliada y modificada, bajo el título La invasión. Y en 1975, aparece su segundo libro Nombre falso, que contenía cinco relatos y que Seix Barral volvió a publicar en 1994 añadiendo otros cinco. Para entonces, Piglia ya tenía ganada una merecida fama en el mundo de las letras, aunque su reconocimiento internacional llegó a raíz de su primera novela en 1980, Respiración artificial (Anagrama, 2001).
Su lema era “escribir mucho, publicar poco”. Así lo expresó en el primer tomo de Los diarios: “La verdadera legibilidad siempre es póstuma”. Fiel a su consigna, en los quince años siguientes, Piglia sacó a la luz un par de novelas, otro par de cuentos y un ensayo. Alternó su trabajo editorial con la crítica literaria y la enseñanza en la Universidad de Buenos Aires, hasta que, a mediados de los noventa, decidió irse a Estados Unidos. Allí vivió quince años y fue profesor en varias instituciones, incluidas las universidades de Harvard y Princeton. En esta última se desempeñó como Profesor Walter S. Carpenter de Lengua, Literatura y Civilización de España desde 2001 hasta su jubilación como profesor emérito.
En diciembre de 2011, regresa a Buenos Aires. Lo primero que hace es culminar la que será su última novela, El camino de ida (Anagrama, 2013), en la que relata su experiencia en Estados Unidos. Tiene ya setenta y dos años y decide ordenar la documentación que ha ido produciendo a lo largo de su vida, concluir los trabajos iniciados y darles forma para su publicación. Pero, en 2014, fue diagnosticado de ELA (Esclerosis Lateral Amiotrófica), la enfermedad degenerativa de tipo neuromuscular que le haría perder la vida en enero de 2017.
A pesar de las limitaciones que le imponía la enfermedad, trabajaba al ritmo frenético de doce horas diarias, los siete días de la semana; eso sí contaba con la colaboración de un equipo de cinco asistentes encabezado por Luisa Fernández, “la musa mexicana”. Su objetivo era cerrar seis proyectos que consideraba esenciales en su legado, además de dejar instrucciones precisas a su viuda, Beba Eguía, para elaborar el calendario de publicaciones y garantizar a los lectores la calidad y autenticidad requeridas.
El trabajo que más tiempo le llevó fue la reescritura de sus memorias. Se empezaron a publicar en 2015 con el material que había ido elaborando desde su adolescencia; tan solo modificó la perspectiva narrativa con el empleo de la tercera persona para facilitar la comprensión. En total, tres volúmenes en los que el autor registra los acontecimientos que ha presenciado a lo largo de su vida y que servirán a las generaciones futuras para comprender el momento cultural y político de una época, y todo ello bajo el título Los diarios de Emilio Renzi.
Piglia dedicó su vida a entender el proceso narrativo, a conocer cómo funciona el mecanismo de la escritura y a interpretar el propósito que persiguen los escritores al construir un relato. Dotado de una asombrosa capacidad de análisis, nos ha legado un amplio repertorio de reflexiones sobre la estructura del cuento y el equilibrio entre realidad y ficción, ese par de fuerzas que constituyen la esencia de cualquier relato. Todo un homenaje a la literatura.