El ethos de López Obrador: conclusión

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López Obrador se construyó un personaje que es creíble, a niveles religiosos, por sus simpatizantes. La semana anterior se analizaron algunos elementos que sustentan su imagen y credibilidad, entendida aquí como ethos. En esta entrega se analizarán otros más, en el afán de mostrar cómo y por qué funciona tan bien su retórica.

 

Discurso moral

El 3 de julio de 1941 George Orwell señalaba en su diario de guerra que un ejemplo de la superficialidad moral y emocional de sus tiempos era ver que los británicos se habían vuelto en cierta medida a favor de Stalin, porque estaba en el mismo bando contra Alemania. Si a eso sumaba los comentarios contradictorios de muchos de los seguidores del líder soviético a lo largo de los años, ironizó:

Lo más que podemos en realidad decir sobre Stalin es que probablemente es sincero en lo individual, mientras sus seguidores no lo pueden ser, puesto que no podrían serlo, dado que los cambios de opinión del líder son a final de cuentas su propia decisión. Es un caso de “cuando Padre voltee, todos volteamos”, y presuntamente Padre se voltea porque su espíritu lo anima.

Algo similar vemos hoy entre quienes apoyan al gobierno: pueden cambiar libremente de opinión hasta convertirse en una caricatura de quienes fueron, sea por creencia en el presidente o por conveniencia. Es más, sectores de la opinión pública aplauden cosas que antes condenaban en temas como la corrupción o la seguridad, tan solo porque las hace el actual gobierno.

Lo peor que se puede hacer es atacar directamente las incongruencias. La razón: el gobierno se apoya en un discurso moral, que construyó por décadas ante la incapacidad de los demás partidos para identificarlo y acotarlo. De esa forma, sus seguidores lo siguen no a partir de un ejercicio racional, sino emocional: siempre justificarán a partir de argumentos morales. ¿La mayoría de las contrataciones son por adjudicación directa? Se está limpiando la corrupción, pues antes los vendedores abusaban. ¿Están matando mujeres? Antes nada decías sobre las muertes, derechairo. Las excusas abundan y cualquier “maroma” será válida para quien desee creer.

El problema: al haber una justificación moral, siempre habrá personas u organizaciones que queden descalificadas en automático por no caber en el retrato moralizante. En consecuencia, se le deja a un lado no por la valides que tengan sus argumentaciones, sino por quiénes son o lo que representan. Por eso el recurso constante al ad hominem por parte de los simpatizantes del régimen. En un extremo, se podría segregar a los disidentes, pudiéndose en casos extremos negárseles derechos, reeducarlos o cosificarlos para segregarlos. La historia está repleta de casos similares, donde el inicio fue un discurso moralizante.

 

Historia y teleología

Dentro de algunas décadas, cuando el hoy sea historia nacional, López Obrador no será recordado como un político de izquierda, sino como el último líder de masas del Nacionalismo Revolucionario. El ejecutivo trabajó su imagen por décadas para convertirse en el “hombre de la profecía” que el PRI nos enseñó a esperar: alguien desinteresado, humilde y austero en apariencia y con un amor tan grande a México que nos salvaría del estado de postración en el que nos encontramos por su propia presencia y voluntad.

Tan exitoso has sido, que tejió una visión teleológica a partir de su figura, a partir de la historiografía oficial. El mejor ejemplo es la expresión: “Cuarta Transformación”. Se toman los tres ejes del discurso de legitimación priísta (independencia, reforma y revolución) y se le agrega una nueva: el triunfo de López Obrador. Como diría Owell, quien controla el pasado, controla el futuro: quien controla el presente, controla el pasado. Gracias a ello puede usar cualquier término histórico para justificarse o atacar a los oponentes, como la palabra “conservador”.

El discurso de la transformación se usa para justificar cualquier tipo de decisiones a nombre de un llamado futuro mejor. Se asume de inicio una visión teleológica del devenir. Lo anterior se refuerza con una narrativa épica de su gobierno: cualquier esfuerzo, por más pequeño o banal que pueda ser, es anunciado como un éxito de dimensiones históricas.

 

Palabras de uso cotidiano

Las palabras definen marcos mentales a través de los explicamos el mundo, condicionando nuestra comunicación. López Obrador domina este campo: ocurrencia tras ocurrencia, hablamos como él, desde “frijol con gorgojo”, “eso no lo tiene ni Obama”, “cochinos, puercos, marranos”, “me canso ganso”, “fuchi, guácala” y muchas otras. Si usamos sus marcos cognitivos, terminamos pensando como él. Una parte importante de esta táctica es la propia imagen del presidente: desaliñada, informal, pero eficaz no solo para quienes le apoyan, sino para quienes, haga lo que haga, lo denostarán.

 

Religión

López Obrador recurre constantemente a la religión, sea para compararse con Jesús de Nazaret, citar la Biblia, proponer a la Iglesia que considere a la corrupción como un pecado o entremezclar sus mensajes con símbolos y metáforas cristianas. Incluso ha movilizado a iglesias evangélicas a favor del gobierno, sin que haya el escándalo que se hubiese generado en gobiernos anteriores.

El lenguaje religioso es útil por varias razones. Primera: la mayoría entiende los símbolos religiosos, especialmente cuando tocan elementos de identidad colectiva, como la Virgen de Guadalupe. Segundo: ayuda a desarticular la retórica ciudadana, fomentando la fe en alguien o algo superior, sea una religión o un gobernante. Tercero: se refuerza una visión teleológica, donde hay una historia lineal con un final inevitable: la culminación de la cuarta transformación.

 

Resignificación

El presidente no solo implanta nuevas palabras: es exitoso al cambiar el significado de las existentes. Por ejemplo, “neoliberal” se usa como insulto y “conservador” que no representa gran cosa desde el siglo XIX, se ha convertido en uno de tantos calificativos para nombrar a la oposición.

 

Símbolos

Sean visuales o discursivos, el presidente ha gobernado a través de símbolos. Acabó con uno del gobierno anterior, el Nuevo Aeropuerto de México, para instalar el suyo, en la base aérea de Santa Lucía, sin que hoy sepamos qué tan bien funcionará. Cerró a Los Pinos como residencia oficial, para adueñarse de otro lugar simbólico: Palacio Nacional. Ha “vendido” numerosas veces el avión presidencial, como símbolo de combate a la corrupción.

Desde que fue jefe de Gobierno del entonces Distrito Federal, ha pensado en grandes proyectos que debe concretar, como si se tratase de trascender a la historia. Las obras, como su recurso constante a símbolos históricos o religiosos, han ganado el imaginario de sus seguidores, blindándolo contra cualquier crítica.

@FernandoDworak