Juan José Vijuesca
Pensábamos que la máscara había quedado relegada solo para disimular la identidad de algún que otro héroe de cómic o quizás para quien con menos ficción se amparaba en el anonimato para desvalijar cajas fuertes o para disimular sus complejos. Lo cierto es que hoy en día el taparnos media cara por este asunto del virus ha servido para que cualquiera de nosotros pasemos por héroe o villano a las primeras de cambio. Ahora describir los rasgos faciales de alguien sospechoso de algo se antoja una labor de precisión visual fuera del alcance de muchos. En cierta ocasión Schopenhauer contó que en un baile de disfraces un distinguido caballero cortejó toda la noche a una dama oculta tras una máscara. Cuando le declaró su amor, la mujer enseñó su rostro y el hombre quedó conturbado al descubrir que era su esposa.
La máscara o mascarilla, como ustedes lo prefieran, es el juego de lo sensual, la manera de esconder flaquezas en unos y el afán de crear intrigas en otros; pero también sirve para quienes pretenden transformarse en lo que no son. Si hoy nos vemos enmascarados no es precisamente por la necesidad de desdoblar nuestra personalidad, sino más bien por responsabilidad manifiesta, aunque ello no nos libre de disimular los muchos defectos que atesoramos. Es la propia autoconciencia la que queda al descubierto por mucha mascarilla que nos pongamos. Claro está que las entendederas de la especie humana solo actúan por órdenes, a diferencia del reino animal cuyo instinto les hace reaccionar con antelación ante cualquier agente perturbador de gran riesgo. O sea, libre sentido de la supervivencia. En nuestro caso, y como atenuante, cabe decir que la clase dirigente nos envolvió en una especie de maraña de la que nuestro magín ha resultado quebrado o cuanto menos mermado. Todo comenzó aquél día, hace ahora un año, cuando un murciélago (?) salió de su cueva sin mascarilla. El resto forma parte del secreto del sumario.
Como quiera que el ser humano primero muestra curiosidad, luego da su opinión sobre lo que se debe hacer –eso sin que todavía sepa lo que de verdad sucede- , y por último coge las llaves de casa por si se cierra la puerta por las corrientes de aire, pues se limita a echar a correr para acoplar la oreja al cotilleo. Veamos a continuación un ejemplo tomado al oído. Un grupo de testigos congregados en la calle a resultas de un robo en una tienda de barrio; ya sabemos que en España somos muy dados a magnificarlo casi todo. –“Yo lo he visto, señor policía, el ladrón llevaba puesta una mascarilla higiénica”- A lo que otro de los allí reunidos daba otra versión de los hechos: -¡Nada de eso, llevaba una mascarilla quirúrgica!- Entre aquél remolino de gente fueron diversos los que dijeron haber presenciado la escena, de tal manera que una mujer que pasaba por allí también se pronunció al respecto: -“Ni una cosa ni la otra, señor policía. Tengo una hija que estudia para enfermera y le puedo decir que el delincuente llevaba una mascarilla FFP2 de las que garantizan una capacidad de filtrado del 98% y además homologada por la Comunidad Europea”- Hubo otra señora que se limitó a decir que lo había visto todo porque venía del médico de tomarse la tensión y además su doctora, que es muy amable, la había cambiado de pastillas, y lo que llevaba puesto el ladrón era un simple pañuelo de seda cuadrado en satén vintage con estampado de pájaros y hojas, muy bonito, por cierto.
Aquél nutrido grupo fue in crescendo por propia ley natural del ser humano. –“Hola Josefina, ¿qué ha pasado? –¡Concha, no te lo vas a creer, ha entrado uno a robar y no llevaba puesta la mascarilla! -¡Válgame Dios! verás cómo al final caemos todos; por cierto, acabo de cruzarme con Delfina, y vaya color de pelo que se ha puesto, como si la hubieran echado años encima, no te digo más” -Con lo que ha sido siempre esa mujer, -respondió Josefina.
Lo que allí se abrió fue un sainete absorbido por la cantidad de dramas e invenciones acumuladas durante 365 días. A estas alturas lo cognitivo sale, porque estas cosas siempre salen tarde o temprano. Por suerte llegó de la mano de su madre un niño de corta edad con su mascarilla infantil y el policía le preguntó: -¿Tú qué opinas de todo esto, pequeño? -Que yo soy un atracador de bancos- respondió.
La cosa, no por mezclar humor con pesadilla, conviene recordar que hemos cumplido un año conviviendo con este suplicio, y que este juego de máscaras o de mascarillas nos está cambiando la percepción de las cosas, tanto que incluso este año no ha venido el virus de la gripe. Yo no sé si esto será bueno o malo, pero a buen seguro que el día de mañana cuando podamos quitarnos la mascarilla es posible que no seamos los mismos. Es lo que tiene jugar a esconder nuestra propia identidad, que para algunos casos la máscara les habrá transformado en lo que nunca fueron.
Escritor español.
Publicado originalmente en elimparcial.es