Valor y al toro

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Fernando Muñoz

Nunca me he tenido por valiente. Digo lo que pienso y ofrezco la cortesía que espero recibir. Como aquel ángel grande que fue Gilbert K. Chesterton, nunca he podido odiar otra cosa que no sea una idea, aunque hay ideas que me son odiosas. Bajo estas condiciones he intervenido en pocas querellas, debates o polémicas. Ya he dicho que no me tengo por valiente.

Pero digo lo que pienso. Empieza a cundir en España un odio viscoso y atroz, una baba cálida que ensucia el paisaje y deforma los rostros. Empieza a ser conveniente guardar silencio, si quieres evitar el estigma o la marca que te declara despreciable.

Si no es posible manifestarse con la confianza imprescindible – contando con el respeto del interlocutor – es mejor guardar silencio. Pronto puede caer sobre ti el desdén y el asco, el desprecio que antecede al golpe. En la calle la gente se cede el paso, se saluda a distancia, se preguntan por la salud o por el trabajo como siempre se hizo y, sin embargo, las pantallas vierten el asqueroso sabor del odio. Florecen los tabúes, las verdades impuestas por la opinión mayoritaria o la corrección política. Nadie puede disentir sobre virus, democracias de contable, vegetarianismos, feminismos, tauromaquias, eutanasias de caridad… nadie puede objetar a la verdad proferida desde todas las pantallas. En el tiempo de la posverdad, la verdad es procesada por los algoritmos que gobiernan el viento electrónico y su mudable levedad. Ninguna verdad hace frente al signo plástico que señala la cambiante dirección de la mirada.

Décadas de colapso educativo, en la atmósfera familiar y en la escuela, décadas de una pestilente descomposición en las maneras y de insensibilización programada, décadas de erosión de las formas del trato y de miasmas infecciosas en los medios de comunicación. Décadas de debilitación de cualquier firmeza, han hecho incapaz al espectador o al lector de la mínima resistencia ordenada. La incapacidad para la más elemental lectura comprensiva, convierte en imposible la ironía, el gesto cómplice, la sugerencia retórica… en resumen la comunicación mínimamente articulada que el matiz exige. Todo en el trato ha de ser explícito y grueso, de a bulto y basto. La misma insistencia en preservar las formas recibe en respuesta un resentimiento acerado, detrás del gesto de desdén o de rechazo. Toda forma es hoy índice de clase o de género, de dominaciones inconscientes que ven con claridad algunos lúcidos videntes…

La polarización, difundida por esa minoría que se ampara en el número de los votantes, se une a la más consolidada estupidez y concluye en un ambiente peligroso, en el que las fuerzas de choque del nuevo orden – transhumanista, animalista, vegano, anticolonialista, feminista de última ola… – recorren las calles imponiendo la perspectiva del pensamiento correcto y la última verdad, que es la verdad de la posverdad. No podía esperarse un dominio tan perfecto, pese a que el modelo político y cultural se fundara en la infinita tolerancia. ¡Ay del que no comulgue con las ruedas de molino del hombre proteico, de la naturaleza asfixiada, de la abyecta historia de occidente, del código genético del heterosexual violento, de la historia de penumbra y desolación!, ¡Ay del que del que impugne el luminoso mañana que dictamina la estólida perversidad de cualquier tiempo pasado! Es mayor el riesgo derivado de la sólida sandez que del antagonismo extremado que induce la minoría gobernante. Pero es la perversión de éstos – necios, pero poderosos – la que convierte a aquellos en un peligroso explosivo.

Un excelentísimo señor recomienda a otro – en el momento en que señala la gravedad de los trastornos psicológicos – que visite al psiquiatra. Una joven ilustrada, con su chispa de humor, asocia la discapacidad cognitiva con el acto de votar a un partido político, el público libre le ríe la gracia. Un tercer señor con cargo declara franquista el nombre de una calle de su pueblo que es el de otra ciudad milenaria. Otros ven franquismo en el nombre de héroes señalados mucho antes del nacimiento de Franco. ¿Imaginaría éste que iba cubrir con su capote de legionario la historia entera de España? Los cultos oráculos de la prensa del régimen justifican como pueden el desatino: “una expresión más de las actuales guerras por la memoria histórica”. Si así fuera, no podría ser más ridícula esa memoria, aquejada de olvido y tomada por la mentira al límite de la demencia. Pero son innumerables las ocasiones diarias para taparse los ojos y cerrar la boca por temor al totalitarismo blando de una majadería enseñoreada de nosotros desde hace décadas.

Digo lo que pienso y hoy hace falta para esto algún valor. Intento mantener siempre la deferencia cortés hacia el prójimo y evitarme chistes sin gracia sobre votantes discapacitados o sobre excelencias trastornadas.

Doctor en Filosofía y Sociología

Publicado originalmente en elimparcial.es