Armando Murias Ibias nos invita al mejor heroísmo entre iguales

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Diego Medrano

En estos tiempos negros de balas postales para todos (Grande Marlaska, Díaz Ayuso, Pablo Iglesias, María Gámez) la política es el mayor vertedero. Cualquier intento por la concordia es una finta, un amago, el peor espejismo, embeleco atroz sensorial. La crispación lleva a tirar del cesto hacia atrás, a ver si rompe, y no a lo que fue la Transición, todos a una para otro país cuesta arriba. En mitad de la basura generalizada (desear la muerte física del adversario) surgen flores nuevas frente a la inmundicia. El libro de Armando Murias Ibias pide otro mundo: Cuando fuimos héroes (Velasco Ediciones). Cristian Velasco es un editor de los de antes, serio, riguroso, que todavía da a los autores el certificado de imprenta con los libros salidos a la máquina, obrero en el oficio de la palabra, ajeno a ensoñaciones, egos y jactancias. Murias Ibias (Caboalles, León, 1955) consagró su vida a la Enseñanza Secundaria y este testamento, por encima de sus quince o veinte libros anteriores, late donde Baudelaire detuvo el reloj presente: “El oficio de héroe sigue vacante”. Maravilla y susto para los sentidos.

Dedica el texto a su padre muerto, como hace la gente de bien: “A mi padre, in memoriam. En una primavera de confinamiento por el coronavirus, las golondrinas volvieron a llegar en grandes bandadas. Y tú te fuiste tan solo, como los héroes”. Una compilación de cuentos (algunos premiados internacionalmente) donde la heroicidad es el hecho cotidiano y el infierno, casi siempre, las promesas ilusas, los castillos en el aire. Cobardes, perdedores, militantes del lado oscuro del amor, sueños incumplidos, paraísos perdidos, eso que es el presente y no siempre la vida soñada. Uno, como quiso el clásico, vuelve a ser de donde hizo el bachillerato. Prologo el libro y cortan una frase mía inscrita como tatuaje ronco al otro lado de la cubierta: “El cuento tiene dos tradiciones únicas: una que arranca de Poe y sigue por Borges, Quiroga y Julio Cortázar; otra que nace en Chéjov y continúa con Joyce, Carver y Cheever. Si la riqueza de Poe estriba en contar lo que se oculta, y Chéjov mantenía cómo el orden jamás es una casualidad, ambos extremos maneja Murias Ibias de manera privilegiada”. La justicia maneja las manos del escrutinio.

¿La mejor literatura actual es la hecha por profesores de instituto? Parece que sí: Carlos Castán, Murias Ibias, etc. Es otro jarabe democrático, el de la sedimentación, con mucho de sismógrafo o pulso presente, donde no se escribe desde la rabia y esa otra paz de la palabra, como la enseñanza misma, es una siembra con cosecha, alejada de la más estéril, donde el odio negro no produce ni bajo tierra ni encima. Cita Murias a Stanley Kubrick en Senderos de gloria: “Dejaréis de ser héroes cuando a los políticos les interese. Ahora sois carne de cañón, por eso os llaman héroes”. Cita a Miguel Hernández en Sentado sobre los muertos: “Varios tragos es la vida/ y un solo trago es la muerte”. Cita a Pavese (“Para todos tiene la muerte una mirada”) y a Baudelaire (“¡Oh, Muerte, viejo capitán, es la hora! ¡Leva el ancla!”). Es Murias más renacentista que barroco, y esta literatura en voz baja como leño crepitante en el fuego cercano, busca tanto una purga como la mejor reconciliación con uno mismo sin las heridas y arañazos del tiempo. Tiene la paz de los clásicos sin humor faltón. Cervantes se ríe con un cojo mientras que Quevedo lo hace de un cojo. Entre esas dos preposiciones (de/con) está toda la literatura nacional.

Todos los cuentos de Armando Murias Ibias vencen el ruido social por la autenticidad humanista. Tal vez sea la ecuación luminosa: nos salvamos por la ética, de uno en uno, y entonces se consigue el ascenso de todos, la moral verdadera, pero no al revés (del mogollón al yo). No existe en el escritor puro la obra menor: aquella que pensamos tal es siempre la puerta abierta al imprevisto; toda constelación o carrera literaria es justo eso, un mosaico, una tesela o celosía, donde las piezas no son regulares, varían en tamaño y la luz entera que las abraza por detrás las abraza es otro hilo secreto. El cuento corto es nervio bajo este fuego donde llueve barro sin descanso. Nos queremos matar (tiempo de balas mudas por correo que silban como fusilamientos o ejecuciones) porque el oficio democrático (político) exige seducción, brillo y talento (hacer que el otro haga lo que nosotros pensamos) sin estas ocurrencias pasajeras (rebuznos, gatillos, disparos). Algunos profesores de instituto, amigos de los caldos recios, barbados doctos, viven su heroísmo sin meter ruido. El elogio desactiva y el fracaso lo que busca es esto, un estímulo, para caminar firma hacia delante.

Volvemos a los mejores profesores de instituto en la hoguera gramática, la palabra caliente y recién horneada, las editoriales lujosas sin un duro, la verdad desnuda, la escalera donde el ciudadano sube y no baja escalones. Esta concordia es a lo llamamos, alto y certero, Educación. Paideia, diría un filósofo. El pienso amarillo por el que se desasna a bestias y acémilas. La paz impresa (Cuando fuimos héroes) nos incita al desafío. Merece la pena no hacer crecer los fracasos, y sacarles una foto imprevista, al sesgo, sin mayores trances, para no querer ser más perfectos. Ginés Liébana, que cumplió hace días cien años, lo dijo muy bien: “No hay nada más pesado que quince días de felicidad seguidos”. Los fracasos luminosos de Armando Murias Ibias son otro motivo para el civismo. Por ahí, se hace un romántico.

Publicado originalmente en elimparcial.es