Diego Medrano
Luis Valiente, con dedicación y sacrificio, ajeno por completo a modas editoriales, ha construido un catálogo impecable de libros imprescindibles en lo que refiere a estar informado respecto a nuestro pasado inmediato: Actas Editorial, tochos de tapa dura y baratos para lo mucho que contienen, es garantía, fiabilidad y otra luz distinta al gallinero actual donde vivimos informados de todo y sin enterarnos de nada. Llega ahora un libro definitivo a cargo de Boris Cimorra: La caída del imperio soviético: crónica de un testigo de excepción (Actas Editorial). Lo apunta Henry Kissinger en las palabras liminares: “Jamás una gran potencia se desintegró tan completa y rápidamente sin que antes hubiese perdido una guerra”. Lo suscribe Vladimir Putin a renglón seguido: “La desintegración de la URSS fue una de las mayores catástrofes geopolíticas del siglo XX”. La prosa, a galope tendido, es la del periodismo de investigación, presidida por el nervio sin renunciar a la belleza literaria.
El día 8 de diciembre de 1991, en una residencia vip de descanso para la alta nomenclatura soviética, situada en un exótico lugar de Bielorrusia, en plena naturaleza virgen, llamada Viskulí –a 350 kilómetros de la capital-, casi a escondidas y a espaldas del presidente de la URSS, Mijaíl Gorbachov, los presidentes de Rusia, Ucrania y Bielorrusia –las tres Repúblicas más importantes de la entonces Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas- Borís Yeltsyn, Leonid Kravchuk y Stanislav Shuskévich, firman un documento que denuncia el “Acuerdo fundador de la URSS”, elaborado hace 69 años por los entonces líderes de estas tres Repúblicas. Con el conocido “Protocolo de Viskulí”, la Unión Soviética, como sujeto de derecho internacional y realidad geopolítica, deja de existir. El primero al que llaman los signatarios de la disolución de la URSS es al presidente de los Estados Unidos, George Bush, y luego al propio Mijaíl Gorbachov, para informarle de que el país, que él preside, no existe. Dime Gorbachov (25 de diciembre), el país desaparece del mapa mundial, desintegrándose en 15 nuevos Estados Independientes. Borrón y cuenta nueva. Borrón y fiasco.
Boris Cimorra plantea en casi seiscientas páginas a la velocidad de la luz el interrogante súbito: “¿Cómo pudo ocurrir que una superpotencia mundial, en pleno apogeo de expansión y de influencia planetaria, abandonara a sus estados satélites en el campo socialista, desatendiera voluntariamente sus posiciones geopolíticas en todas las regiones (Europa, África, Asia e Iberoamérica) y, finalmente, se desintegrara por sí sola, sin perder una guerra, sin padecer una revolución, sin haberse producido ningún otro fenómeno destructivo?”. Especialmente erizante es la cuarta parte del libro donde el autor –y puede que ahí resida buena parte de la respuesta a tal duda- analiza pormenorizadamente el descalabro del bloque socialista: el Comecon y el Pacto de Varsovia, Polonia en el Solidarnost al poder, la caída del Muro de Berlín y la reunificación alemana en Alemania Oriental, la revolución de terciopelo en Checoslovaquia, la llegada de la democracia a Hungría, la revolución silenciosa en Bulgaria y la revolución fallida en Rumanía. Dos personajes principales sacuden estas páginas, Yeltsin y Gorbachov, cuyas lealtades y traiciones, borracheras y silencios, diálogos y silencios, testifican la hoguera exacta donde no deja de arder el pueblo llano.
Llega el libro hasta el último referéndum ucraniano pero otro misil inicial es el análisis brillante, desmenuzado, heroico, privilegiado de lo que fue la Perestroika, peto y espaldar de toda la relación entre Gorbachov y Yeltsin, además de la auténtica liberación de la economía socialista. Ahí se forman los llamados Diputados del Pueblo cuyo congreso llevará a la mayor reforma política emprendida por aquellas tierras y cuyo capítulo Los dieciséis días que estremecieron al mundo debe leerse sin pestañear. Dicho organismo no tuvo otro motivo que tejer unas leyes y estructuras que permitieran transformar la cerrada sociedad soviética, hasta entonces funcionando a base de la “dictadura del proletariado”, en una sociedad libre y democrática que pretende la separación de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial. Ellos tiraron el Muro y las estatuas de aquel Lenin que, un día de enero de 1918, sí, dio órdenes a la guardia revolucionaria para desalojar la Asamblea Constituyente.
Boris Cimorra, nacido en Moscú en 1944, ingeniero aeronáutico, periodista vocacional, ha escrito un libro inflamable e inabarcable: Nicolás II, último zar de Rusia, destronado y preso en su residencia veraniega a las afueras de Petrogrado, soldados del Gobierno Provisional a la caza de las milicias bolcheviques, octubre de 1917 en todos los bigotes mojados de Stalin, Lenin y Trotsky; Lenin contra los Ejércitos Blancos al comienzo de la Guerra Civil en 1918, las milicias obreras y la Internacional, paso de poder de Lenin a Stalin en el sanatorio de Gorky, primer mausoleo a Lenin en la Plaza Roja de Moscú, primeras granjas colectivas, Nikita Jrushchov elaborando a doble espacio las listas de los “enemigos del pueblo”, las hambrunas terribles y miserables por culpa de la colectivización del campo, el Gulag de Stalin con entrada alambrada, el pueblo despidiendo a Stalin y Nikita ya de comisario político en Stalingrado , quien no tardía en acusar a Stalin, sí, de “genocida de su propio pueblo”; Nikita en la ONU en los 60, el Muro en agosto del 61 que separa Comunismo y Capitalismo, los coqueteos con Walter Ulbricht ya líder en la RDA, Brézhnev a la caza de Nikita y abrazando a Fidel Castro en Moscú (“amistad que costaba a la URSS más de 5 millones de dólares al día”), Brézhnev alcoholizado y con dificultades para ponerse de pie frente a Helmut Schmidt, canciller alemán.
Escritor español.
Publicado originalmente en elimparcial.es