En memoria de Vidal Elías
Javier y yo tendríamos seis años cuando desde la azotea de la casona del barrio lanzábamos apremiantes mensajes a nuestra flotilla espacial trenzada con las huestes de Ming, el despreciable emperador de Mongo.
Las batallas eran feroces. Nadie daba cuartel. Ni los llamados siniestros de nuestras madres nos apartaban de la capitanía de la defensa sabatina de la tierra… hasta que el silbato de “La Paloma” nos lanzaba escaleras abajo a la calle terregosa para coger los primeros panes en la bocona del horno de barro.
“¡Llamando a la base de la luna…!”
Ese reclamo oloroso a caja de Fab convertida en nave espacial es la llave que abre el portón a los recuerdos de una infancia que se me escurrió sin remedio entre los dedos.
“Qué horrible destino para un muchacho tan bello”, exclamó el viejo poeta inglés al reencontrar su retrato infantil.
Javier era hijo de Liborio Ruiz, banderillero que en los domingos de corrida rezaba a la Guadalupana antes de partir a la plaza, deslumbrante y con mirada clara, seguido por los sollozos apagados de mi madrina y de Yolanda, la hija mayor y mi amor imposible.
Muchos años después regresé a la casona del barrio con Chelita y con Nena. El portón estaba blindado con gruesos barrotes y los vecinos asomaban su desconfianza por una mirilla.
Ahí supe que la victoria fue de Ming cuando vi el enorme patio, la ancha escalera, los cuartos que por las noches se poblaban de miedos, el comedor en donde una mañana encontré a Normita entre flores sobre la mesa, y la azotea de nuestra base de lanzamiento lunar, reducidos a minúsculas, ridículas proporciones.
Me sentí culpable porque abandoné la plaza para hacerme adulto y lidiar con la vida.
Sí, como dijo Vidal Elías, en aquellos años cualquier palo de escoba era caballito. Y cualquiera de nosotros héroe, hombre alado, capitán de corsarios, jefe de pandilla y, por la noche, niño acurrucado entre brazos amorosos que eran como el fin del mundo, cuando nuestras madres y abuelas nos dejaban en la cama después de la merienda.
¿Qué nos pasó? Un proverbio irlandés dice que las tres más breves huellas son las de un pájaro sobre una rama, la de un pez en un estanque y la de un hombre en el alma de una mujer. Añado una cuarta: la de la niñez en la vida del adulto.
¿Qué pasa con la literatura testimonial, con las cuartillas del recuerdo? Casi todos tenemos algo que decir de nuestro pasado -aunque algunos pobres apenas si se dan cuenta de que viven en el presente.
Mi percepción es que son pocos quienes tienen la fortaleza para compartir recuerdos infantiles porque a la mayoría nos da pena. Incomoda que los demás se enteren de que dormíamos con un osito de peluche, porque de ahí a adivinar que mojábamos la cama hay apenas un paso.
Pero quiénes sí se atreven, nada más y nada menos que iluminan nuestras vidas.
Todos recordamos páginas autobiográficas de los famosos. Pero me pregunto si valen más los recuerdos del Nobel Coetzee que la deliciosa narración de Rosa de Castaño en su Rancho estradeño o si es más importante la Historia de una granja africana de Olivia Schreiner que la memoria que Rosa King nos legó en Tempestad sobre México.
Es de ociosos eso de la crítica, y lo traigo a colación únicamente para ejemplarizar mi argumento. Abrir un libro de memorias es como abrir, sin haber tocado, la puerta de una casa a la que sólo conocemos por fuera: algunos sentirán que la sangre les sube al rostro, otros se regodearán con el morbo, a unos les dolerá el estómago y los más sentirán que el corazón se les acelera al reconocerse en los personajes que pueblan un jardín amorosamente construido… como el de Vidal Elías.
Pues se requieren agallas para abrirse así. “Aquí mis entrañas: ¡venid, cuervos!” Pero no sólo de agallas se hace literatura, como sabe cualquier estudiante de letras. ¿Cualquier estudiante de letras? ¡Cualquier lector!
La literatura se hace, con perdón de don Perogrullo, con ritmo, con eufonía, con imágenes bellas, con el diestro manejo del lenguaje en que tuvimos la fortuna de nacer y la gracia de crecer, y con trabajo, ¡con mucho trabajo!
“La mañana en que conocí al mar, lo habían traicionado las gaviotas y no tenía a una Alfonsina ni naufragios que me reconfortaran”, dice Vidal Elías de su primera excursión al lugar en donde termina la tierra, a donde lo llevaron enfundado en una cotorina multicolor y protegido por su inseparable osín. Y no tiene que decir más para que el lector se sienta transportado a la pedregosa playa azotada por los fríos y arenosos vientos cruzados del norte del rincón veracruzano que lo vio nacer.
Habita las páginas de Cuando cualquier palo de escoba era un caballito, una memoria, sí, pero también el anuncio de una obra literaria que Vidal ya no pudo regalarnos. Porque en literatura ni todos los palos son caballitos ni todas las azoteas bases lunares. La literatura es la posibilidad de no abandonar la plaza. Es recuperar, con amor, una parte de la vida que llevamos dentro y entregarla a todos los seres amados que son los lectores.
Vidal Elías dio el primer paso de los mil kilómetros del proverbio chino. Le auguro un viaje luminoso.
¡Descanse en paz!
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