Los asesores

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En recuerdo de Regina Santiago.

Una mujer buena.

Hace algunos años Carlos Ramírez publicó El asesor incómodo, la crónica política de un enigmático personaje que además de un irritante acento gabacho, nadie sabe a ciencia cierta qué aportó en beneficio de la República desde su altísimo cargo en Los Pinos.

Muy lejos de mi la irreverencia con el trabajo ajeno, pero si el libro de Ramírez no hizo mella en la esfera del poder, sí desató una moda entre comunicadores y políticos que descubrieron un valor agregado al trabajo diario.

Una empresa vio un mercado y de la noche a la mañana varios columnistas alcanzaron el estrellato de la orientación política. Unos incluso se metamorfosearon en escritores, que a fin de cuentas es el sueño húmedo de quienes nos dedicamos a este oficio.

Traigo a colación tan insulsa anécdota porque me parece que los asesores han sido tratados con injusticia.

Conozco a varios políticos que guardan resmas de tarjetas de presentación con la leyenda “Asesor” para cuando la rueda de la fortuna electoral los coloque en la banca.

¿Asesor en qué? “En lo que sea, mi hermano… para lo que se ofrezca”. Esta oferta ya se escucha en los mentideros políticos cuando las urnas no se han enfriado después del seis de junio.

No conozco personalmente a ninguno de los perdedores en el llorado DeFe, pero a fe mía que la fama pública de una es como para poner la piel de gallina al más acerado de los observadores. La memoria de la “leche Bety” sigue viva … mientras los padres putativos del bienestar infantil ya ofrecen sus servicios como … sí, adivinó usted, asesores.

Veo con pena que esta poco saludable tendencia ya también se propagó entre periodistas. Hoy reportero, mañana asesor en comunicación. Y no sólo en comunicación, sino en ¡estrategias de comunicación!

Hay asesores que asesoran a individuos e instituciones que no tienen idea de que han sido así beneficiados.

Nada más fácil que en alguna reunión deslizar una frase del estilo: “Pues sí, mi hermano. Estoy asesorando al secretario Zeta. Por abajo del agua, claro. Políticamente no conviene que se sepa que yo le cociné el discurso con el que se llevó las ocho en Reforma”.

El asesor entonces se llena de aire los pulmones, se inclina ligeramente hacia atrás, toma un cigarrillo y mira al techo con una expresión misteriosa mientras la concurrencia queda pasmada por las habilidades e inteligencia hasta ese momento desconocidas en el reportero de marras.

Otra cosa son los asesores que realmente están en nómina. Ellos viven en el mejor de los mundos. Toman decisiones, pero no tienen responsabilidad.

Los más inteligentes saben que cuando un personaje busca un asesor no es que quiera cambiar su modus operandi, sino que necesita quién lo justifique. De ahí que muchos asesores exitosos sean en realidad unos certeros aduladores.

Hay miles de muestras, más por razones de espacio me limitaré a unas cuantas. Comencemos por la antigüedad.

El consejero áulico -antigua denominación del asesor- que hace 433 años le garantizó a Felipe II que pues el Altísimo y toda la Corte Celestial estaban velando por el triunfo de su Grande y Felicísima Armada, los apóstatas sajones tenían sus días contados y doña Isabel se ahogaría en las aguas ensangrentadas del Canal de la Mancha.

O los expertos que hace 216 años aseguraron al vicealmirante Villeneuve y al teniente general Gravina que el tal Nelson era un marinero de pacotilla que no podría derrotar ni a una escuadra de canoas armadas con arcabuses.

Alrededor de esa época, los conseillers del primer círculo le demostraron a Napoleón Bonaparte, con gráficas y resultados de focus groups, que Wellington y Von Blücher eran unos quebradizos soldados de plomo que no sabían la diferencia entre una carga de caballería y una acometida de la Legión Extranjera, con lo cual el Emperador marchó muy confiado hacia Waterloo al frente de sus ejércitos.

Más para acá, tenemos al asesor que le dijo a Saddam: “Alá está de nuestra parte, mi líder. No permita que los inspectores de la ONU mancillen el suelo patrio”. Es posible que haya sido el mismo que acuñó la inmortal frase,

“¡Libraremos la madre de todas las batallas!”

O el que aconsejó a Bush decir que había hablado con Dios —¡nada menos! — para su campaña en Irak … y después tuvo que redactar las cartas funerarias a las familias de los cientos de jóvenes que murieron en el desierto en defensa de la democracia.

Un peligro de los asesores es que siempre olvidan decir a su asesorado que la asesoría puede entrañar un costo político.

Hace años al extrañado Oscar Flores Tapia le sugirieron montar una empresa ejidal de embutidos junto al aeropuerto de Saltillo, para que fuese inaugurada a la llegada del presidente Echeverría.

Había un galerón adecuado y un industrial amigo prestaría los aparatos para la “fábrica”. Ganancia política pura, con cero inversión.

Pero la noche anterior el asesor se dio cuenta de que el presidente querría ver los embutidos, así que mandó vaciar de jamones, chorizos, patés, salamis y quesos a todas las charcuterías de la ciudad para surtir el montaje.

El primer mandatario quedó admirado y complacido por la industriosidad de los ejidatarios. Pero cuando los comerciantes despojados se alzaron en armas, el émulo mexica de Potemkin salió disparado del estado antes de que lo enchapopotaran y emplumaran.

En los setentas, el regente Octavio Sentíes siguió el consejo de un consultor y en la inauguración del entubamiento del río Churubusco prometió que con esa obra terminaban para siempre las inundaciones en esa zona del DeFe.

Apenas concluía su fogoso discurso cuando comenzaron a caer las primeras gotas de la peor tormenta en la memoria y vino un aluvión que además de las colonias, anegó las aspiraciones presidenciales del político veracruzano.

En un encendido discurso el 29 de octubre de 2009 y con la seguridad que le dieron sus estrategas, Dilma Rousseff prometió que en Brasil habían sido erradicadas las fallas eléctricas hasta el fin de los tiempos … doce días antes de que el setenta por ciento del territorio quedara a oscuras por un infernal apagón.

En el breve espacio de esta columna me es imposible una reseña exhaustiva de las veces en que la malicia o ineptitud de un asesor se ha fusionado con la ambición y falta de luces de un político para desembocar en episodios o de risa loca o de infortunio mayúsculo.

Así que termino con una anécdota cuya veracidad no me consta, aunque me fue referida por fuentes confiables. El actor es Fidel Herrera, aquel gobernador jarocho que se creía eternizado “en la plenitud del pinche poder”.

En el “cuarto de guerra” un asesor propuso que a fin de pavimentar el camino de Fidel –“el amigo de los niños” le decían, aunque usted no lo crea- desde el palacio de gobierno de Xalapa hasta el palacio nacional en el Zócalo, debían poner en marcha un programa de clase mundial.

El resultado no fue el que esperaban, pero en los anales del anecdotario político tropical quedó grabado que sólo dos gobiernos en todo el planeta intentaban controlar las fechorías de los maléficos opositores en las benditas redes sociales, el de Veracruz y el de Corea del Norte.

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