Diego Medrano
Cambiamos de siglo, permuta el dígito, cristaliza la Edad Digital como antes brillaron la de Hierro, Plata o Bronce, todos tenemos el tercer brazo en el bolsillo (teléfono móvil para llamadas y dudas) pero, sí, ahí voy, la gran Literatura sigue participando del periodismo, la crónica, el apunte visual e íntimo, la escritura de brisa sobre las hojas volanderas por las pantallas táctiles, terciopelo del mayor de los géneros literarios, el Periodismo Literario, mar suave sobre todas las olas encrespadas del presente. Nada, realmente, ha cambiado desde Wolfe, Mailer, Hemingway, Dos Passos. La actualidad es un pulso e, investigar el pasado como tal, siempre el mayor desafío.
Sophy Roberts, graduada en Literatura Inglesa por la Universidad de Oxford, máster en Escritura Creativa, máster añadido en Periodismo por la Universidad de Columbia, posgrado en Fotoperiodismo por el London College of Printing, editora y corresponsal freelance en las principales cabeceras mundiales (Financial Times, The Wall Street Journal, The Guardian) así como en la crema de los programas de radio divulgativos (BBC, The Times Radio) publica en español un reportaje novelado de los grandes, asombroso y eléctrico, brillante y arrollador: Los últimos pianos de Siberia (Seix Barral). Una joya. Asistimos a la Siberia del Gulag, del horror entre la nieve comunista y estalinista, del terror rojo en el culo del mundo, hotel eterno de todas las deportaciones, pero, a partir de cierta sensibilidad musical, el ogro atroz sonríe.
El arte es esto: un antidepresivo para seguir vivo, una maleta donde la vida no es lo que pasa fuera, otro modo de sentir el frío, la mejor hoguera o estufa privada. Roberts, realmente, construye un libro de viajes, se adentra en tierras siberianas y va escribiendo su cuaderno de bitácora, aromada de Tolstoi o Dostoievsky. Entre las ruinas de Moscú, junto al lago Baikal, descubre una verdad pequeña en crecimiento: los pobres quieren pianos para lustre y orla de sus casas, al modo europeo. La mayor pobreza es estar vacío por dentro.
Prosa lírica, poética, todo tiene fineza de hielo, una escritura espectral donde los fantasmas del Gulag soviético o la Revolución del 17 existen, sí, pero no vamos hacia ahí sino al lujo cultural cuando todo lo de fuera hace plof. Asistimos a los episodios históricos, el asalto a los Románov, donde el único superviviente fue el perrito spaniel del zar pero la leña en ardor es otra: “Cuando, a partir de la capital, se extendió el caos político, la gente robó instrumentos para vendérselos a forasteros o para ponerlos a arder en la chimenea. Las familias nobles ahorraban lo que podían, acurrucados en torno a las pequeñas posesiones que les quedaban, incluso los instrumentos cuyo tamaño dificultaba su desplazamiento. Los pianos de cola se utilizaban para subirlos a un camión y dar conciertos callejeros, para así educar a las masas en la música en vivo. Proponía el poeta Mayakovski cuando las nuevas ideas empezaron a difundirse: “Arrastrad los pianos a la calle, destrozarlos a golpes”. La música fue una resistencia entre las bestias.
Estudia Roberts la decadencia de las fábricas de pianos (Diederichs, Becker) sin demanda tras la Primera Guerra Mundial, y mucho más la fuga a Estados Unidos de los grandes compositores patrios (Rajmáninov, Prokófiev). Lenin, no obstante, quería proteger los tesoros culturales del país, nacionalizar las fábricas de pianos, porque el negocio sonaba a suculento, todo el mundo miraba hacia ellos. Los lectores de Chéjov y Gógol, en la isla Sajalín, querían música en sus pisos deprimentes y así colocaban gramófonos junto a los perros de tiro en las estepas hundidas. No faltan las citas clásicas, las aventuras literarias en el Kolimá, gigantes musicales en los conservatorios de Varsovia y San Petersburgo. Una cultura sin dinero igual es la mejor disciplina a la que aferrarse para sacar la cabeza del fango, hacia arriba. Todos somos Chéjov, borracho por los burdeles, en esta fantasmagoría donde Moscú es un sueño y arrojan a la hoguera el piano de Chopin en Varsovia. Nada es previsible: “Es un tópico decir que todos los polacos con quienes puedes encontrarte en Siberia son reclusos o desterrados. También hubo colonos libres, y muchos de ellos influyeron en la cultura musical de Siberia”.
Los periódicos entonces lo contaban como otra bengala de socorro: “En la Varsovia de mediados del XIX, el piano reinaba despóticamente en los salones. No hay ninguna casa en la que no resuenen las teclas de un piano. Tenemos pianos en la planta baja, en el primer piso, en el segundo, en el tercero. Los jóvenes tocan el piano, sus madres tocan el piano, los niños tocan el piano. El piano forma parte del mobiliario familiar, es la piedra angular del talento de la familia”. Una epidemia de belleza: “Estos hábitos sociales emigraron a Siberia según avanzaba el siglo y los desterrados polacos se casaban con rusas y recibían parcelas de terreno que contribuyeron a su vinculación con el país”. Las mazurcas de Chopin, quien llegó a París desde Varsovia en 1831, fueron otras flores para todos. Kiajta fue la Venecia arenosa de Asia donde llegaba el té mongol a lomos de camellos. Vinos caros, casas grandes, pianos habladores. Mineros siberianos que, bajo el movimiento Decembrista, tenían prisa por ser cultos. Cruje la madera bajo el techo de Varlam Shalámov (17 años de Gulag) o del ogro Dostoievsky (4 años en Siberia), suelos podridos y goteras como cielo, donde a veces un piano cercano, sí, lloraba por ellos donde el frío que helaba la saliva no conseguía, gracias a la música, hacer lo mismo con el alma.
Escritor
Publicado originalmente en elimparcial.es