Mundi finis est scriptor

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Mi queridísimo amigo el Cardenal me apercibió de las terribles consecuencias que enfrenta aquel que inocule el escándalo en el corazón del pueblo.

Citó Monseñor la severa homilía que el papa Francisco hace poco lanzó a la feligresía urbi et orbi desde el púlpito de Santa Marta: “¡Ay de aquel por quien vienen los escándalos!”

Y recordó que el mismísimo Libro advierte del riesgo que corre quien incurra en tal vileza: “Más vale que le pongan al cuello una piedra de molino y sea arrojado al mar”.

El Papa, dijo Monseñor, fue aún más contundente: “El escándalo hiere… mata esperanzas, mata ilusiones, mata familias… ¡mata muchos corazones!”

Mas pese al riesgo al que expongo a mi alma inmortal y a la posible desventura de que Monseñor me coloque en la ruta de la excomunión, no puedo callar: Señoras y señores, ¡el fin del mundo está próximo!

No lo digo yo y tampoco es un fragmento de mi afiebrada imaginación. Es una realidad documentada por las más serias instancias científicas. No es una fantasía de la ciencia neoliberal.

Desde las profundidades del espacio, a una velocidad de 101 mil kilómetros por hora, un asteroide dos veces más grande que la Torre Latinoamericana, de ocho mil metros cuadrados de superficie y 78 mil toneladas de peso, avanza en una trayectoria de probable colisión con nuestro planeta.

La roca es pequeña si se compara con el asteroide de 80 kilómetros de diámetro que hace 66 millones de años se impactó en la yucateca Chicxulub y desató la energía equivalente a 921 mil millones de bombas como la que los gringos arrojaron sobre la inerme Hiroshima hace exactamente 76 años, pero no es menos peligrosa.

Cuando en 1999 los astrónomos de la NASA la detectaron y comenzaron a mapear su itinerario, un gringo al parecer familiarizado con la historia clásica puso al asteroide el nombre de la deidad egipcia relacionada con el sol, la creación y la resurrección: Bennu.

Ignoro si el o la bautizante tomó en cuenta que Bennu es la encarnación de Osiris, pero sin duda el apelativo fue apropiado, pues el guijarro espacial es una roca primitiva cuyo origen data de la creación del sistema solar.

¿Y por qué la certeza de que el planeta azul y su carga de seres vivos corren peligro? Intentaré explicarme.

En septiembre de 2016, después de años en desarrollo a un costo de cientos de millones de dólares, la agencia espacial yanqui lanzó la nave Osiris Rex en un viaje de millones de kilómetros para estudiar de cerca a Bennu, descender en su superficie, recolectar muestras y regresar a la Tierra con información que nos permita estar preparados para, ¡gulp!, lo que nos espera.

Esto será el 24 de septiembre de 2023 cuando a su regreso Osiris Rex deposite una cápsula de 81 centímetros de ancho en el Gran Lago Salado de Utah.

En el interior del recipiente habrá un caudal de información recabada por el satélite durante años de observación de proximidad sobre Bennu y, como de ciencia ficción, unos gramos de la superficie del asteroide que Osiris Rex rascó antes de despegar de regreso a casa.

¿Tanto dinero, tiempo y talento para estudiar sólo por interés científico a uno de los millones de millones de objetos que andan por el espacio? No lo creo.

Insisto en que no es mi intención llevar el escándalo a mis lectores, como quise explicar a Monseñor. Pero de que aquí hay gato encerrado, lo hay.

Se me puso la piel de gallina. Recordé aquella película de 1998, Impacto profundo, en donde un adolescente aficionado a la astronomía descubre un cometa cuya trayectoria va en línea recta a la tierra.

El gobierno de Estados Unidos hace lo imposible por ocultar el hecho para no alarmar a la población, pero una periodista desvela la noticia y obliga al presidente yanqui a informar que el cometa tiene un ancho de doce kilómetros y es lo suficientemente grande como para destuir a la civilización humana al chocar contra la tierra.

La analogía es clara: hay un amago de peligro, el gobierno lo oculta por razones de seguridad nacional (razones tontas, pues no quedará nada para resguardar), un medio de comunicación se entera y lo publica, las autoridades se apresuran a atenuar el riesgo…

Por eso me alarmé cuando hace poco el prestigiado diario The New York Times publicó un reportaje en donde se asegura que esta generación y la siguiente no tienen de qué preocuparse, pues será hasta el 24 de septiembre del 2182 cuando las posibilidades del encontronazo entre Bennu y nuestro planeta sean del 0.037%

Es decir, a nuestros bisnietos o choznos les tocará enfrentar el holocausto. Según la nota del diario neoyorquino, como Bennu es relativamente pequeño, las probabilidades de una extinción planetaria total, aunque considerables, no son demasiado altas. Vaya consuelo. Me parece escuchar las carcajadas de los dinosaurios desde su más allá.

Un tal Lindley Johnson, quien según el diario es responsable de la “defensa planetaria” en la NASA, estimó que un objeto de medio kilómetro ocasionaría un cráter de entre cinco y diez kilómetros de ancho. Pero los estragos del impacto alcanzarían una zona más de cien veces mayor que las dimensiones del cráter.

En otras palabras, si el susodicho peñasco extraterrestre cayera en la costa este de Estados Unidos… Johnson admitió desenfadado que “probablemente destruiría todo a lo largo del litoral”.

Si dentro de 161 años un heredero de Donald Trump ocupara la Casa

Blanca eso no suena tan mal. ¿Pero si a Bennu se le ocurre colisionar en Veracruz? ¿O en Sinaloa? Peor aún: ¿si el blanco es Palacio Nacional? Para ese entonces andaremos por la 107 transformación… ¡Dios nos ampare!

Los científicos son como los asesores, o como el general LeMay, aquel que insistía en desatar la tercera guerra mundial contra Cuba en 1962, confiado en que los soviéticos no se atreverían a responder. Quiero decir que son sujetos que toman decisiones sin importar las consecuencias, como si vivieran en otra dimensión.

Con Bennu a nuestras puertas, ellos consideran que en realidad el peligro mayor es que el algo así como el 40% de asteroides de igual tamaño y trayectoria no han sido detectados.

Pero confían en que como en otra película de 1998, Armagedón, desarrollaremos la tecnología necesaria para desviar de su rumbo a los misiles cósmicos que amenacen a la tierra.

De hecho el año próximo será lanzado un artefacto llamado DART (siglas en inglés de “misión de prueba de redireccionamiento doble”), para impactar contra un asteroide denominado Didymos con la energía de tres toneladas de trinitrotolueno y desviarlo ligeramente de su órbita. El trinitrotolueno, o TNT, es un explosivo endiabladamente potente.

La teoría es que una alteración mínima de la trayectoria lo lanzará lejos de la tierra.

Si esta misión tiene éxito y la desviación no sale al revés y arroja los fragmentos de Didymos a nuestra atmósfera, estaremos en el camino de encontrar una defensa contra las amenazas del espacio como la que hoy se llama Bennu

Claro, siempre es posible que cuando Bennu llegue, impacte un planeta muerto por las plagas, la biológicas como el Covid19, o a las humanas como los descendientes de los Trump y los Putin, que no quitan el dedo del botón de lanzamiento de las armas nucleares.

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