Martín-Miguel Rubio Esteban
Para el pensador griego Calicles, enemigo histórico de Platón, pero que fuera amigo de Gorgias y del propio Sócrates- amigos son los que te dicen la verdad por tu bien -, el que los más fuertes satisfagan su deseo de mandar a los demás es un derecho natural, del mismo modo que las naciones más poderosas deben dominar a las pequeñas, en bien de su propia codicia ( pleonexía ) y de la seguridad ( aspháleia ) que obtendrán las dominadas. La pleonexía del fuerte es limitada por la aspháleia del débil. Si la hýbris ( soberbia ) y la imprudencia rompen los límites de estos dos intereses complementarios será la ruina tanto de los fuertes como de los débiles, tanto del imperio como de los estados dependientes.
Cada vez que cuadren menos los deseos, las demandas y los intereses de la sociedad con las decisiones, obsesiones y manías del gobierno la teoría de Calicles estará más presente. Las relaciones entre ciudadanos se rigen por las mismas leyes que rigen las relaciones entre estados, esto es, las leyes propias del binomio tolerador/tolerado, y son proficuas cuando los intereses de unos y otros no son del todo excluyentes y polarizados, y no sólo salen ganando los fuertes, sino también los débiles, gracias a que la calculadora prudencia ( sôfrosýne ) puede limitar los deseos salvajes ( “no instruidos” ) de unos y otros. La acción colectiva de la comunidad política, tanto nacional como internacional, es imposible cuando gobernantes y gobernados, o superpotencias y estados medianos o pequeños, ya no consideran sus intereses como interdependientes. Y la tiranía o un imperio tiránico son tanto la consecuencia como la causa de una polarización en interés de los miembros de la polis. Para el elegante Calicles, amante del hijo de Purilampes, no tiene sentido la teoría platónica que identifica la ley con la justicia, cuando aquella contraviene a la naturaleza, además de estar redactada por curtidores y salchicheros. No tiene sentido que en nombre de la ley sea injusto y feo el querer aspirar a más que la mayoría, y no tener los mismos vicios y debilidades que ésta. Considera Calicles que no conocen realmente el mundo ni el hombre y que son ingenuos quienes consideran que el hombre se rige sólo por el lógos y no por las pasiones concernientes a su supervivencia y primacía. El “buenismo” encerraría una antropología totalmente irreal, que no atañe a la especie humana de carne y hueso, sino que es un constructo ideal. Sólo hay que tener un poco de mundanidad para comprobarlo.
Calicles reprochaba a Sócrates su total desconocimiento de la vida de la calle, encerrado en una torre de marfil con abstrusas disquisiciones filosóficas en donde se habla de un hombre que no existe y de una pólis que tampoco existe, y le augura que por esta razón un día le pueden causar daño individuos mediocres y malos, canalla y chusma, pero que saben muy bien de qué va la historia. Y eso fue precisamente lo que le ocurrió al santo Sócrates, por no pisar el fango del suelo que pisan los demás, con mucha frecuencia empedrado de abyección – y eso que el bueno de Sócrates iba descalzo -. Aunque siempre nos debemos cuidar de los enemigos de la Democracia, como Calicles, sin embargo, la crítica de estos a la misma, que no siempre tiene que ser de mala fe, puede también mejorar la Democracia, y las críticas del propio Calicles nos vienes bien a los demócratas de corazón.
La influencia del pensamiento calicleo ha recorrido toda la historia y tácitamente ha estado casi siempre presente. Incluso en los textos más inesperados, como es el de Juan de Mairena, de Antonio Machado, con el subtítulo de sentencias, donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo, y que se publicó en los inicios de nuestra última guerra civil, aparece de forma nítida y patente. Nos dice Machado en el parágrafo séptimo del capítulo XXXIV: “Algún día – habla Mairena en el café – se reunirán las grandes naciones para asegurar la paz en el mundo. ¿Lo conseguirán? Eso es otra cuestión. Lo indudable es que el prestigio de esa Sociedad no puede nunca menoscabarse. Si surge un conflicto entre dos pequeñas naciones, las grandes aconsejarán la paz paternalmente. Si las pequeñas se empeñan en pelear allá ellas. Las grandes se dirán: no es cosa de que vayamos a enredarla, convirtiendo una guerra insignificante entre pigmeos en otra guerra en que intervienen los titanes. Ya que no la paz absoluta, la Sociedad de las Naciones conseguirá un mínimum de guerra. Y su prestigio quedará a salvo. Si surge un conflicto entre grandes potencias, lo más probable es que la Sociedad de Naciones deje de existir, y mal puede fracasar una Sociedad no existente.
Y en el caso, amigo Mairena, de que surja el conflicto porque una gran nación quiera comerse a otra pequeña, ¿qué hacen entonces las otras grandes naciones asociadas?
Salirle al paso para impedirlo, querido don Cosme.
¿Y si la gran nación insiste en comerse a la pequeña?
Entonces las otras grandes naciones le ordenarán que se la coma, pero en nombre de todas. Y siempre quedará a salvo el prestigio de la Sociedad de las Naciones”.
Doctor en Filología Clásica
Publicado originalmente en elimparcial.es