A propósito del aniversario de la expropiación petrolera -evento engastado con minucia talmúdica en el ADN de nuestro imaginario colectivo- en tres entregas a lo largo de marzo recupero efemérides de la presidencia de quien por lo hierático de su temperamento fue bautizado “la Esfinge de Jiquilpan”. Aquí la segunda.
Cuando Lázaro Cárdenas asumió la Presidencia el 1 de diciembre de 1934, el cine mexicano tenía cuatro años de haber entrado a la era sonora y estaba en la etapa que Carlos Monsiváis llamó de pedagogía revolucionaria.
El país estaba urgido de bases comunes y lazos colectivos. El cine y la radio se anticipaban a la televisión en esa tarea. En 1938 el fondo cinematográfico era de 75 películas producidas.
En 1939 Cárdenas decretó que en los cines se exhibiera por lo menos una película nacional al mes, lo que ilustra el valor como instrumento cohesionador que se concedía desde entonces a ese medio.
En aquel año, las potencias que se alistaban para ir al campo de batalla tenían clara la enorme fuerza del cine como medio de penetración cultural. Era urgente la necesidad de poner un dique a las campañas de propaganda cinematográfica orquestadas por gringos, alemanes, ingleses y franceses en suelo mexicano.
Cuando Hitler tomó por asalto el poder, una de sus primeras medidas fue revitalizar el cine teutón para competir con el de Estados Unidos. El nazismo reorganizó la empresa Universum Film Aktien Gesselschaft (UFA) y sus redes de distribución.
El historiador José Luis Ortiz Garza recuerda que el 2 de mayo de 1934, en plena campaña electoral de Lázaro Cárdenas, reapareció la UFA en México con una premier encabezada por el ministro alemán.
Al año siguiente, de las 15 películas que en México lograron rebasar las dos semanas de permanencia en cartelera, seis fueron teutonas. Alemania tendía un
“cerco de celuloide”.
México, por su vecindad con el país que se perfilaba como la primera potencia mundial, era un hervidero de espías que pudo inspirar la trama de Casablanca, en donde Humphrey Bogart e Ingrid Bergman libran una apasionada justa contra los execrables designios del nazismo.
Boches, italianos, nipones, franceses, gringos, hijastros de la Pérfida Albión, canadienses y una nutrida y colorida fauna de policías chinos se espiaban entre sí en las calles de la capital y las principales ciudades.
Tráfico de armas, tráfico de drogas, lavado de dinero. Unos escondiéndose, otros buscando personas escondidas. Todo en el caldero de una lucha de poder internacional apenas imaginable.
Arthur Dietrich en la legación alemana, Jacques Soustelle en la embajada francesa, Robert Marett del lado de los ingleses, James Woodul por los yanquis, fueron algunos de los protagonistas de la guerra de propaganda que se libraba en territorio mexicano.
Desde la Secretaría de Gobernación José Altamirano dirigía la estrategia contra el quintacolumnismo mediante una campaña de orientación nacionalista en la radio, la prensa y el cine.
“El gobierno”, observó Mario Moya, “tenía que tomar por su cuenta la conducción de una campaña, pues de otra forma la opinión pública seguiría en manos de los agentes extranjeros”.
Para ello habría que usar con más intensidad que nunca no sólo la prensa, sino también los dos más modernos medios de comunicación: la radio y el cine. Se prepararon noticieros, programas de convencimiento, radionovelas y películas patrióticas para hacer comprender al pueblo que la guerra no era un problema ajeno y lejano sino cercano y propio.
El Departamento Autónomo de Prensa y Publicidad (DAPP), brazo propagandístico del cardenismo, le dio gran importancia al cine y a la radio. Se explotaron al máximo sus posibilidades mediante un marco legal que otorgaba al gobierno facultades estratégicas para su manejo y dirección.
El DAPP tuvo facultades para dar una adecuada “orientación” a la industria. Como era de esperarse, en el ambiente de libertad de expresión que privó en el cardenismo -pese a las medidas de control y dirección que el régimen impuso- se dieron agrias disputas sobre la censura ejercida, uno supone, a salvaguardar la moral y los valores nacionales y a fomentar la unidad en torno al proyecto político del cardenismo.
El historiador de medios Arno Buckholder documentó la agria disputa entre la revista Hoy de Regino Hernández Llergo y el director del DAPP Agustín Arroyo sobre los contenidos cinematográficos del cine azteca.
El DAPP era un mecanismo para modular la información oficial y la de corte político, con el propósito de evitar o limitar las informaciones negativas sobre el régimen y su proyecto que pudieran generar corrientes de opinión contrarias al cardenismo.
Además era la instancia a cargo de autorizar o impedir la exhibición comercial de películas así como supervisar la propaganda y la publicidad en las radiodifusoras.
El DAPP produjo 12 películas e inició ocho más de tipo educativo y documental, con versiones en español, inglés y francés con el fin de difundir el proyecto educativo y la campaña de unidad nacional, así como la defensa del indígena, a quien se trataba de incorporar a los planes culturales y económicos del régimen.
En la campaña de movilización que siguió al decreto expropiatorio del 18 de marzo, el DAPP llevó a las salas filmes con títulos como 18 de marzo de 1938, El petróleo nacional, Petróleo, la fuerza de México, México y su petróleo y Nacionalización del petróleo, en los que se ensalza la jornada expropiatoria.
Se utilizó una técnica semejante al cine de propaganda estadounidense e inglés: tomas amplias de las multitudes y cerradas sobre mantas y consignas; acercamiento a los rostros, en particular de los jóvenes; paneos lentos sobre símbolos nacionales como la Catedral Metropolitana y tomas de elementos para la eventual lucha contra el enemigo, como aviones de la Fuerza Aérea Mexicana en vuelos rasantes.
Es el caso de Nacionalización del petróleo, dirigida por Gregorio Castillo y narrada por Manuel Bernal, en donde con una interesante edición de intercortes se exalta el patriotismo, la mexicanidad, la energía, la fortaleza y el liderazgo en momentos de grave peligro para la Patria, mediante tomas del general Lázaro Cárdenas al frente de nutridas concentraciones populares.
De la misma manera que gringos e ingleses, el DAPP recurrió a directores reconocidos y a voces identificadas en el imaginario popular para llevar un mensaje eficaz.
Castillo era un cineasta en ascenso (en los cuarenta dirigiría a La Doña
María Félix) y Bernal, llamado “el más brillante locutor de la radiodifusión mexicana” era un declamador que deleitaba noche a noche a los radioescuchas de la XEW, “La voz de América Latina desde México”.
Las escenas de la manifestación del 23 de marzo filmadas por el DAPP en el zócalo de la capital de la República, frente al Palacio Nacional y a la Catedral Metropolitana, fueron utilizadas a lo largo del sexenio en las salas cinematográficas.
Incluso se colaron a la película Rosa Blanca (1961) de Roberto Gavaldón, basada en la novela homónima de Bruno Traven sobre un hacendado de Veracruz que las petroleras asesinan para apropiarse de sus tierras y abrir un campo petrolero.
Esta película estuvo inexplicablemente prohibida durante once años. Se estrenó en 1972.
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