Juan Manuel Llanos escribe en estado de rapto donde el sueño es la más alta vida

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Diego Medrano

Las colas del hambre se multiplican, las empresas cierran, la pandemia no acaba, los muertos van a la discoteca que no abre y a comprar el pan, en mitad del desastre Juan Manuel Llanos (Badajoz, 1976) da a conocer un cuento triste, una parábola radioactiva, una novela inofensiva que nos cubre de heridas y se lee de una sentada: El paciente impaciente (Ediciones Oblicuas). Juan Manuel Llanos es el último existencialista, su prosa es limpia y clara, su música roza las regiones violentas del alma. Humberto es un personaje solitario y atormentado que suple la carencia extrema de relaciones sociales con la exuberante riqueza de su mundo exterior. A través de sus sueños y de una desbordante imaginación, recrea para sí una realidad intelectual que en muchas ocasiones contrasta dolorosamente con el mundo exterior. Humberto acude al dentista, por un mal menor, y ahí comienza el mayor de los males: el amor.

Juan Manuel Llanos radiografía como nadie la locura de la soledad contemporánea, lo peligroso socialmente de un hombre solo, la animalidad de haber renunciado al trato social y, a partir de ahí, el amor que debiera ser la salida de uno de sí mismo, se convierte en otra clase de lucha de uno consigo mismo. Prosa afectada y barroca, dedos vehementes cuya temperatura hierve en un lenguaje plástico y envolvente, sinfonía triste de la locura, una caries como dolor mínimo donde el azar conoce de memoria a todos los ángeles y demonios juntos: “Soy la contrahecha estampa de la congoja –empezó a decir Humberto ante la expresión anonadada de su predilecta-, soy la efigie agusanada de lo que en tiempos pretéritos pudo tener los atributos de una condición saludable. Soy un pantano putrefacto necesitado de tres rabiosos soles que me purifiquen con sus rayos. Me urge que las corrientes de tres deshielos pirenaicos me atraviesen de pies a cabeza y de la cabeza a pies alternativamente para poder arrastrar todo el sulfuro y la violencia que me empuercan la existencia. Soy algo lleno de poros y confrontaciones, de reyertas y abismos”. El amante es un despojo, comida viva para los perros entre la sombra.

El sacamuelas de Juan Manuel Llanos recuerda a los pictóricos: el de Gerard von Horst, en el Museo Louvre de París donde el cirujano aferra con su mano izquierda la cabeza del paciente mientras con la derecha realiza su trabajo frente a un grupo improvisado de curiosos donde creemos adivinar la presencia del hijo la esposa; el de Gerad Dou (Extracción del diente) donde la habitación lúgubre, iluminada parcialmente por la luz que penetra a través de una de sus ventanas, es un completo matarife; el de Theodor Rombouts (El sacamuelas) en el Museo del Prado, donde el paciente eleva su grito sordo en manos de un experimentado dentista cuyo collar de piezas dentarias cuelga del cuello como cosmética privilegiada del horror; el de Pietro Longhi en la Pinacoteca di Brera, Milán, donde el charlatán muestra al congregado público el resultado de la exodoncia como parte de un espectáculo, carnicería ambulante, en el cual también participa un mono, situado en la tribuna de oradores; el de Jan Steen, en el Mauritshuis de La Haya, por primera vez al aire libre: capa, sombrero y collar son los atributos utilizados por el pintor para poner de manifiesto la aquilatada experiencia del profesional. Uno va al dentista, acto corriente, y comienza el horror personal.

Juan Manuel Llanos escribe a la manera de los existencialistas franceses: la persona carga con la responsabilidad de su libertad, asume la responsabilidad de su situación y no la acepta, el bisturí social cauteriza pero no cierra la herida, la responsabilidad es una tragedia y el brote psíquico insaciable. La característica de la acción es siempre la intención. Ningún personaje elige ser libre, lo es o no, porque la vida le impone la obligación de serlo, elegir entre varias opciones, situaciones y formas de actuar, jamás la secuencia de no elegir: “La libertad es libertad de elegir, pero no la libertad de no elegir” (Jean Paul Sartre, El ser y la nada). La conciencia como huida hacia el futuro, el ser-en-sí no temporalizado, no-ser del presente y no-ser de la conciencia como la misma cosa. Heidegger llamó a la situación en el mundo como el Dasein: para el ser de cada persona, resulta esencial estar situado en el mundo, la situación es la forma esencial del ser de la persona.

El paciente impaciente es una parálisis o encantamiento sobre el deseo físico. Heidegger, sí, siempre pensó el Dasein como un objeto en movimiento, lo que es Humberto. La traducción más común de Dasein no es otra que: “estar allí”. Sein, sin duda, significa “ser”, pero Da no es siempre “allí”, también puede significar “ni aquí ni allí, sino en un punto intermedio”. Otra traducción más plausible es: “estar aquí”. La conciencia es una carencia insatisfecha de manera permanente, la carencia siempre está obligada a ser, y el ser-para-sí no puede satisfacerse por completo, como negación del ser debe trascender cualquier objeto de deseo que se haya obtenido en favor de otro objeto de deseo que no se haya obtenido. La conciencia anhela convertirse en un ser-en-sí, para hacerse justo eso, consciente. Juan Manuel Llanos, con muy pocos elementos, construye una novela perturbadora, donde la crueldad rejuvenece al personaje y una voluntad implacable pide una vida digna del despojo, bajo el ningún control de todo el mar en llamas de varias tendencias compulsivas y obsesivas en el infierno amado como carne blanca, temblona y descuartizada, bajo toda esta primavera de secuestro.

Publicado originalmente en elimparcial.es