Se llamaba Octavio, pero le decíamos El Foco por su cráneo como salido del laboratorio de Tomás Alva Edison. Era mi mejor amigo después de que Pepe Zamora no regresó de una escapada a Cuernavaca.
En septiembre de 1971 apenas pasábamos los veinte, nos preparábamos para votar por primera vez y debíamos materias de la prepa. Yo ya era reportero de El Día.
Todos hablaban de Avándaro. En “La Castellana” y en las oficinas de prensa, la anunciada locura de los hippitecas era la comidilla.
Yo tenía empleo y Octavio un vocho tosiento que habíamos pintado a rayas blancas y negras con brocha gorda para animar su escualidez. Lo bautizamos, of course, “La zebra”. ¿Qué más necesitábamos? Avándaro nos esperaba. Era nuestro destino… aunque por razones difusas que no nos inquietaban.
Pero nos faltaba un remedo de propósito, una razón, digamos, legitimante.
Así que blindado con la insolencia de mis años, me planté en la oficina del subdirector de El Día, Eugenio Múzquiz, para informarle que nuestro diario estaría representado en el evento que ya se anunciaba como un parteaguas social, en la persona del reportero que en ese momento tenía enfrente.
Viáticos razonables, un vehículo y un chofer, serían más que suficientes para que el enviado especial colocara en las páginas del “Vocero del pueblo mexicano”, las crónicas que habrían de orientar a nuestros lectores en los campus de la UNAM y del Poli y en las colonias marginadas.
El señor Múzquiz escuchó mi homilía con el resignado talante del cura que atiende al pecador sin remedio. Suspiró. La única ayuda que me podía ofrecer era cambiar mi día de descanso al sábado y dar aviso al feroz gerente de que el domingo andaría de comisión, para que no se me descontara el enteco salario devengado en aquel órgano defensor de todas las causas populares, las vigentes y las por descubrirse. De viáticos, vehículo y chofer, nada.
No me desanimó la respuesta de aquel taciturno periodista con aire de profeta bíblico que vivía en su escritorio corrigiendo textos a lápiz, pues era realmente un pan. Durante el tiempo que estuve en el periódico, la única vez que lo escuché alzar dos decibeles el tono de voz fue cuando me corrió… pero esa es otra historia.
Antes de ir con Múzquiz me había presentado en busca de solidaridad con el jefe de redacción, Paulino Velázquez. Pero el viejo alzó el rostro, me traspasó con la mirada, no dijo nada y regresó a la revisión de la prueba de agua que tenía enfrente.
Ya había hecho una primera escala con la jefa de información, Sara Moirón.
La encontré atareada en la obsesiva confección de las órdenes de trabajo del día siguiente con las que esperaba ganarle la exclusiva a Excelsior, diario con el que yo sospechaba soñaba todas las noches. Ni siquiera alzó la vista. “¡Ay, Miguel Ángel! ¿Y si mejor se pone a trabajar en vez de andar con sus inventos?”
Pedir ayuda en el Sancta Sanctorum del tercer piso en donde se veneraba al mítico Enrique Ramírez y Ramírez -de cuya existencia corpórea casi todos dudábamos- ni pensarlo. La única vez que El Señor Director volvió la vista a los reporteros fue cuando Moncho y un servidor, editores de O´Globo, el periódico mural de la redacción, nos pitorreamos de la novela Argón 18 inicia de Edmundo Dominguez Aragonés, marido de La China Mendoza, y ambos pusieron el grito en el cielo por tal acto de lesa majestad. Fuimos severamente reprendidos… y apareció O´Globo en el exilio, cuyo primer y único número pegamos en el techo del cubículo de la pareja defensora de la libertad de expresión.
Pero basta de digresiones. Con el permiso, el vocho, un cargamento de cocas y chelas, garrafones de agua, teleras, latas de Clemente Jacques, hielo, queso de puerco, cebollas y jitomates, todo quedó listo para la aventura.
Faltaba compañía. Ninguno entre la flota quiso sumarse. Convidamos a dos amigas de liberalidad catada, pero nos mandaron a volar cuando se enteraron de las condiciones del viaje.
Así fue como emprendimos el camino al festival de Avándaro, nuestra conciencia social circunscrita a la idea que habría música reventada, un chingo de chavas y mucho desmadre. O sea, igual que muchos de los peregrinos que una mañana luminosa de septiembre de 1971 salieron del Altiplano rumbo a Toluca.
“Por allá queda. Van preguntando por el camino”, fue la sabia orientación recibida.
En algún lugar cercano al predio, el vocho expectoró una espantosa nube de humo ácido, vibró como a punto de desarmarse y se negó a dar un paso más.
Caminamos un par de kilómetros cargando las provisiones y antes del anochecer teníamos un espacio entre la abigarrada turba de gamberros y zagalas que se removían como jumiles en comal, se echaban con la mirada perdida en cuanto comenzaba a tocar una banda y reanudaban su peregrinar circular en los intermedios, todo entre miasmas de mota y sudor rancio.
El Foco, que siempre fue más cercano al pueblo, celebraba nuestra participación en ese momento histórico, puente entre el México reaccionario y
opresor y una patria libre y generosa en donde sería posible cultivar mariguana en los camellones de las principales avenidas.
Por mi parte, caí en un estado de agitación emocional que no había experimentado desde la noche en que a bordo de un camión Santa Julia – La Merced besé a una chica y después me perdí de regreso a la casa de huéspedes en donde vivía.
Mirar a la joven que se desnudó a la vista de la muchedumbre y sentir en la nuca las miradas de las mozas sin pareja entre la cáfila, me mareó y me puso la piel de gaillina. Años después, en el psicoanálisis, entendí por qué: padezco una adolescencia perenne. Ni modo. Lejos estoy de la perfección.
La memoria de esos dos días de hace 50 años es plomiza, salvo la conciencia de que, asombrosamente, sobrevivimos a la aventura. He olvidado también la música y el nombre de las bandas que tocaron aquella larga noche en la que estuvimos cambiando tortas por guatos y chelas por besos.
O sea que nada de relevancia científica tengo que aportar a la memoria de la jornada de hace medio siglo que con tanto interés analiza hoy la Academia de Ciencias Sociales. Creo que en El Día me publicaron una crónica, pero quizá sea sólo mi imaginación.
Pero a fin de cuentas, ¡yo también estuve en Avándaro!
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