Carlos Díaz
Te pasas la vida escribiendo para comunicarte, para que te lean e intercambien y te enseñen, para crecer, pero cuando te leen no te entienden, ni tú sabes entender qué pueden ellos entender. Este no te entienden es muy complejo, ya sea porque quien escribe no se explica bien (en este caso yo, pecador), o porque cuanto dice resulta inexplicable, incomprensible e improcesable para la gran mayoría de las psicologías que, respecto de la tuya, se hallan a distancias galácticas, para bien o para mal. Me pongo, pues, en la piel de este tipo de lectores, y les entiendo tan bien que entiendo que no soy capaz de entenderles, y a la inversa: igualmente me pongo en la piel de mí mismo como autor, y también me entiendo no sabiendo qué hacer para comunicarme con los demás seres humanos. Entiendo a los unos y al otro, al escritor. No reparto culpas ni méritos. Pero es así, y hasta puede que sea bueno, por lo menos hasta cierto punto.
Tampoco me disgustaría escribir mucho y ser muy aplaudido por todos, como es normal; sin embargo, es muy cierto que a ciertas edades eso del ser aplaudido o abucheado viene a ser lo de menos para quien desea buscar la escurridiza verdad, al menos hablo por mí. Lo importante es que, contra viento y marea, o con viento favorable, aquí estamos escribiendo, y que al menos mis críticos me siguen leyendo, ya sean pocos o muchos, gocen o rabien moderada o inmoderadamente. Yo se lo agradezco muy sinceramente.
Aquí tan solo voy a referirme a dos comentarios sobre mi artículo como botón de muestra. El artículo, titulado La engañótica como placebo de la ansiedad, reseñaba la dependencia compulsiva que está creando el abuso de los móviles y de todo eso, preguntándome las causas psico-sociológicas de la adicción que ello genera, una cuestión que vengo tematizando en los últimos meses y cuyo enfoque crítico severo no gusta demasiado a mis críticos. Sólo reproduzco aquí dos fragmentos del comentario de dos de ellos al breve ensayo a cuyo título acabo de referirme. Los dos son de hoy mismo, sin ir más lejos, 15 de octubre de 2021.
El primero se manifiesta como sigue: “Carlos estoy de acuerdo con esta reflexión para los adultos porque nosotros conocimos un mundo pretecnológico y sabemos que se puede prescindir de todo esto…De hecho cuando el otro día cayó WhatsApp (según sugería Soledad Gallego Díaz porque le estaban haciendo una encuesta pública a Facebook en el Congreso de EEUU, qué mejor amenaza del sinvergüenza de Zuckeberg que causar un daño de millones de dólares a las empresas),se me desinstaló todo el móvil porque monté un lío con este móvil chino (perdí todas las fotos). Sin embargo, pensé qué bien viviría sin móvil…. Yo viví el mundo pretecnológico, pero mi hija y otros jóvenes, no… Debemos comprender a los que nacieron en el mundo tecnológico y ayudarles…Nosotros (los babymoomers de los 60) debemos ayudarles porque, aparte de ser nuestros hijos, nos van a pagar las pensiones… A no ser que mañana se pongan impuestos a los robots…Por lo demás está comprobado que el exceso de tecnología produce ansiedad….Por no hablar de cosas superdañinas como la superexposición pública de determinadas personas en las redes…. Incluso de personas que no viven de su imagen…. Carlos tenemos que ayudar a los jóvenes”…
Yo prefiero no comentar estas palabras, sólo añadir una apostilla: ¿Tenemos que consentir en la universalización de la compulsión derivada de la tecnología como forma de agradecimiento y como pago de nuestras pensiones en la seguridad social, no da de sí la cosa para más?
La segunda persona a la que voy a referirme a continuación siempre entra al trapo y además de no muy buenas maneras, pues al parecer yo soy para ella el toreador al que hay que empitonar por su mal manejo del capote y ella procura herirme inmisericordemente en la taleguilla. Atención a su crítica: “Estamos en otra era. Nos guste o no. Remar o no a favor de la corriente es una opción personal. Le aseguro que lo sé. Pero no todas las corrientes son iguales. Contra las dos que modifican el clima de nuestro planeta, la del Golfo y la del Atlántico Norte, creo que son, diría que contra esas tienes la guerra perdida. Podrás tratar de prever las consecuencias, pero nada más. Porque el clima se modificará”.
No quiero hacer sangre en mi propio traje de luces de mal toreador entrando al trapo, porque ni siquiera tengo claro sobre qué podría argumentar. En este gatuperio, al que estoy muy acostumbrado desde tiempo, y a la vista de que no puedo volver hacia los quince o veinte o treinta años para entender con mayor flexibilidad, ni tampoco me gustaría volver a cursar las enseñanzas primaria, secundaria o universitaria de nuevo, ya no sé si practicar la escritura anafórica (aná/fora: implorando hacia arriba), o diluirme en la escritura prósfórica (pros/fora: hacia lo horizontal) del discurso, y así desbarrar todos juntitos. Pues ¿para qué diantres intentar dar lecciones etimológicas, si vivimos sin raíces?
Filósofo
Publicado originalmente en elimparcial.es