Roberto Alifano
Para felicidad de sus lectores, un poeta es un nostálgico del amor, de su tiempo y del sitio en el que nació. Así empieza Borges el espléndido soneto dedicado a Buenos Aires, su entrañable ciudad, que ve unida a su propio destino:
Y la ciudad ahora es como un plano
de mis humillaciones y fracasos.
Desde esa puerta he visto los ocasos
Y ante este mármol he aguardado en vano…
En el final, los dos últimos endecasílabos, con el dístico contundente, le dan un hondo dramatismo a su ya famosa, antológica y descarnada confidencia:
No nos une el amor sino el espanto;
será por eso que la quiero tanto.
Estos versos parecen menos una declaración de amor que una forma de resignado rechazo, y acaso expresan lo mismo. Son parte de las muchas confesiones que Borges nos hace de la ciudad que lo vio nacer y a la que nunca dejará de cantarle; eso sí, con una ternura crítica donde a un tiempo la exalta y la reprocha. Es el poeta asombrado ante el ocaso amarillo y la luna de enfrente que se incendia sobre el horizonte. El agudo observador, que construye versos delicados y ásperos, donde perduran el arrabal y los rincones de patios con macetas, donde hay la recuperación del barrio, sus desoladas calles o los sorpresivos callejones; las breves ochavas de las esquinas, las arboladas plazas, los violentos olores de las sangrientas carnicerías, que contrastan con perfumados jardines, las honduras de iluminadas veredas, “el almacén rosado como revés de naipe”, las desgarradoras ausencias, los suburbios, los melancólicos amaneceres, silenciosamente iluminados por una luna que declina ante el nacimiento del sol; la dilatada arboleda que se agiganta de frente al amanecer, ensombrecido a veces por la tormenta tempranera; los solitarios sepulcros de los dos cementerios de la ciudad: el de Chacarita y Recoleta; las desgarradoras ausencias y, sumado a todas estas vertientes evocatorias, su propia historia ligada a Buenos Aires; también, de manera no menos explícita, aquello que para el poeta es la recuperación de lo perdido, “ de lo perdido y lo recuperado”:
…Y sentí Buenos Aires,
esta ciudad que yo creí mi pasado
es mi porvenir, mi presente;
los años que he vivido en Europa son ilusorios,
yo estaba siempre (y estaré) en Buenos Aires…
Su primer libro, Fervor de Buenos Aires, publicado en 1923, lo abre con el poema “Las calles”, donde el joven Borges nos habla de las ávidas calles incómodas de turba y de ajetreo, exaltándolas como si fueran una parte de su ser más íntimo:
Las calles de Buenos Aires
ya son mi entraña.
No las ávidas calles,
incómodas de turba y ajetreo,
sino las calles desganadas del barrio,
casi invisibles de habituales,
enternecidas de penumbra y de ocaso…
Hacia el Oeste, el Norte y el Sur
se han desplegado -y son también la patria- las calles;
ojalá en los versos que trazo estén esas banderas…
En Cuaderno San Martín, otro poemario publicado en 1927, Borges manifiesta su relación con la muerte en dos barrios de los alrededores con sus respectivos cementerios, el de Recoleta y el de Chacarita. Aquí el poeta establece un paralelo social al describirlos. Y dice al nombrar al primero:
Convencidos de caducidad
por tantas nobles certidumbres del polvo,
nos demoramos y bajamos la voz
entre las lentas filas de panteones,
cuya retórica de sombra y de mármol
promete o prefigura la deseable
dignidad de haber muerto…
Al referirse al de Chacarita, el cementerio más popular, el poeta es descarnado y acaso patético cuando refiere la peste que castigó a la Argentina hacia fines del siglo XIX:
…fue saciada por la fiebre amarilla hasta decir basta;
porque los conventillos hondos del sur
mandaron muerte sobre la cara de Buenos Aires
y porque Buenos Aires no pudo mirar esas muertes,
a paladas te abrieron
en la punta perdida del oeste,
detrás de las tormentas de tierra
y del barrial pesado y primitivo que hizo a los cuarteadores…
Cabe aclarar que no hay un menosprecio del uno por el otro. Es un reconocimiento a los dos cementerios. También describe los respectivos barrios, y al referir a Chacarita, escribe:
Una dura vegetación de sobras en pena
Hace fuerza contra tus paredes interminables
Cuyo sentido en perdición,
Y convencidas de mortalidad las orillas
Apuran su caliente vida a tus pies
En calles traspasadas por una llamarada baja de barro
O se aturden con desgano de bandoneones
O con balidos de cornetas sonsas en carnaval…
Al citar a Recoleta, donde están las bóvedas de sus familiares y de los ilustres patricios argentinos, no es menos explícito que conmovedor:
Tu frente es el pórtico valeroso
Y la generosidad de ciego del árbol
Y la dicción de pájaros que aluden, sin saberla, a la muerte
Y el redoble, endiosador de pechos, de los tambores
en los entierros militares…
Por último, perplejo, el poeta ensaya una reflexión más sobre el cementerio popular del barrio de Chacarita:
Desaguadero de esta patria de Buenos Aires, cuesta final,
Barrio que sobrevives a los otros, que sobremueres,
Lazareto que estás en esta muerte no en la otra vida,
He oído tu palabra de caducidad y no creo en ella,
Porque tu misma convicción de angustia es acto de vida
Y porque la plenitud de una sola rosa es más que tus mármoles.
Y en augustas estrofas, que dedica a Recoleta, exalta con premura vindicativa, definitivamente explícita, aunque cargadas de sutiles alusiones líricas:
Dije el enigma y diré también su palabra:
Siempre las flores vigilaron la muerte,
Porque siempre los hombres incomprensiblemente supimos
Que su existir dormido y gracioso
Es el que mejor puede acompañar a los que murieron
Sin ofenderlos con soberbia de vida,
Sin ser más vida que ellos.
En otro poema, dedicado a la Plaza San Martín, Borges nos dice que allí encuentra la tarde perfecta, y nos transmite su dócil emoción al referirla preciosamente adjetivada en la más vibrante exaltación:
¡Qué bien se ve la tarde
desde el fácil sosiego de los bancos!
Y nos la describe o, mejor dicho, nos la revive con el fervor de su propio sentimiento detenido en las antiguas puertas cancel y en los corredores de las casas de inquilinato:
Ya estaban los zaguanes entorpecidos de sombra.
Con fino bruñimiento de caoba
La tarde entera se había remansado en la plaza,
Serena y sazonada,
Bienhechora y sutil como una lámpara
Clara como una frente,
Grave como ademán de hombre enlutado…
Emocionado, el poeta también nombra -con finura exquisita- otro elemento característico de la cosmopolita ciudad de Buenos Aires, su ecuménico puerto que generoso se abre hacia el mundo:
Abajo
El puerto anhela latitudes lejanas…
Pero el mayor reencuentro con su amada y a veces enjuiciada ciudad se da en el volumen Cuaderno San Martín, donde el aedo se regocija jugando con imágenes íntimas y entrañables; en especial con el verso demasiado famoso de “Fundación mitológica de Buenos Aires”, que más tarde, en futuras ediciones, llevará el título de “Fundación mítica de Buenos Aires”. En este poema, un Borges exultante, recrea, con su imaginación prodigiosa, aquel remoto día que el navegante español pisó este lado del Atlántico, que se prolongaba en la pánica llanura para fundar su ciudad:
Prendieron unos ranchos trémulos en la costa,
durmieron extrañados. Dicen que en el Riachuelo,
pero son embelecos fraguados en la Boca.
Fue una manzana entera y en mi barrio: en Palermo.
Una manzana entera pero en mitá del campo
expuesta a las auroras y lluvias y suestadas.
La manzana pareja que persiste en mi barrio:
Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga.
Un almacén rosado como revés de naipe
brilló y en la trastienda conversaron un truco;
el almacén rosado floreció en un compadre,
ya patrón de la esquina, ya resentido y duro…
A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires:
La juzgo tan eterna como el agua y el aire.
Pero es en la composición “Versos de catorce” donde sentimos el hondo estremecimiento del poeta al revivir buena parte de los elementos tan afines a su poesía, que seguirá nombrando en toda su creación estética al cantar a Buenos Aires:
A mi ciudad de patios cóncavos como cántaros
y de calles que surcan las leguas como un vuelo
a mi ciudad de esquinas con aureola de ocaso
y arrabales azules, hechos de firmamento,
a mi ciudad que se abre clara como una pampa..
A lo largo de los días, el poeta asombrado, que llega a dudar de su existencia, con paso vacilante, se detiene en una esquina para advertirnos emocionado -en este caso con su prosa incomparable, también pura poesía- que “es al otro Borges, a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico”.
Escritor y periodista español.
Publicado originalmente en elimparcial.es