Recuerdo de una Navidad: la última vez que nevó

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La Navidad me trae el recuerdo de cuando conocí la nieve. Yo estaba por cumplir diez años. Entonces habían pasado dos semanas después de la Navidad. Evoco con anhelo a mis padres. Tengo atrapado en la memoria esos sentimientos de placer y de tristeza por la felicidad de esos momentos que rememoro con pena por la lejanía. Desde hace años mis padres ya no están aquí pero sentía un deseo intenso de escribir estas líneas para recordarlos.

Aquella vez antes del anochecer hacía un frío intenso que calaba los huesos. Por las noticias en la radio supimos que iba a nevar, según los reportes del servicio meteorológico. Los pájaros dejaron de moverse entre el follaje de los árboles. La quietud era tan irreal que se extrañaba el canto de las aves que por las tardes llegaban en parvadas con un ruidero intenso que alebrestaba a los gatos de la calle. 

Fue la última vez que nevó en la ciudad de México (10 de enero de 1967). En la noche cuando arreció el frío imperturbable y la nieve caía, se fue la luz. Mi padre encendió un par de velas para iluminar la casa que se hayaba en penumbras. Todas las noches cuando mis hermanos y yo nos dormíamos mi padre apagaba la luz de las habitaciones. Mi madre se acurrucaba en la cama junto a nosotros y nos cerraba los ojos cuando nos negábamos a dormir. Esa vez que nevó yo me acurruque a su lado para escuchar mejor el persistente golpeteo de los copos de nieve que se convertían en gotas de agua cuando caían con dulzura sobre el tejado de la casa. Era una música extraña que se podía disfrutar por mucho tiempo y que producía una sensación de éxtasis que me daba un sueño bendito. 

Al amanecer toda la ciudad y sus alrededores estaban cubiertos de nieve. En todas las calles había gente jugando con la nieve no importaba que estuviéramos a cuatro grados bajo cero. Durante casi dos semanas la ciudad estuvo teñida de blanco. Fue el paraíso. Al menos para mí y mis hermanos. Para otros fue una experiencia terrible, al menos se supo después por las noticias que hubo una decena de muertos por las bajas temperaturas y centenares de damnificados por el desbordamiento de algunos ríos aledaños a la ciudad. Recuerdo mis temores de entonces de cómo sería el mundo sin mi madre, el ser que más amaba en mi vida. 

Mi madre nos preparó ollas de ponche y té de canela que consumimos durante largos días para mitigar el frío.

Hoy todo es distinto. En muchos lugares como los grandes centros comerciales, los restaurantes y los hoteles, e incluso en muchas casas, la gente decora los espacios con nieve artificial y arbolitos de plástico. 

Hay mucha gente que no conoce la nieve. Nadie extraña las playas y las pistas de hielo artificiales de Marcelo Ebrard en la plancha del Zócalo. 

Y yo no sé ni qué carajos fui hacer al Caribe cuando me fui a vivir a Cancún cuando a mi producen placer los lugares fríos. He disfrutado de la caída de nieve en algunas ciudades de Europa y Estados Unidos pero siempre término por regresar al calor para disfrutar del mar y las cálidas aguas del Caribe y beber lingotazos de güisqui en cocteles refrescantes escarchados y repletos de hielos.

Concluyo este texto con dos párrafos de Gabriel García Márquez sobre Las navidades siniestras. El primero y último de los párrafos de ese texto periodístico:

“Ya nadie se acuerda de Dios en Navidad. Hay tantos estruendos de cometas y fuegos de artificio, tantas guirnaldas de focos de colores, tantos pavos inocentes degollados y tantas angustias de dinero para quedar bien por encima de nuestros recursos reales que uno se pregunta si a alguien le queda un instante para darse cuenta de que semejante despelote es para celebrar el cumpleaños de un niño que nació hace 2.000 años en una caballeriza de miseria, a poca distancia de donde había nacido, unos mil años antes, el rey David…

 “Todo eso, en torno a la fiesta más espantosa del año. Una noche infernal en que los niños no pueden dormir con la casa llena de borrachos que se equivocan de puerta buscando dónde desaguar, o persiguiendo a la esposa de otro que acaso tuvo la buena suerte de quedarse dormido en la sala. Mentira: no es una noche de paz y de amor, sino todo lo contrario. Es la ocasión solemne de la gente que no se quiere. La oportunidad providencial de salir por fin de los compromisos aplazados por indeseables: la invitación al pobre ciego que nadie invita, a la prima Isabel que se quedó viuda hace quince años, a la abuela paralítica que nadie se atreve a mostrar. Es la alegría por decreto, el cariño por lástima, el momento de regalar porque nos regalan, o para que nos regalen, y de llorar en público sin dar explicaciones. Es la hora feliz de que los invitados se beban todo lo que sobró de la Navidad anterior: la crema de menta, el licor de chocolate, el vino de plátano. No es raro, como sucede a menudo, que la fiesta termine a tiros. Ni es raro tampoco que los niños  –viendo tantas cosas atroces terminen por creer de veras que el niño Jesús no nació en Belén, sino en Estados Unidos”.