El proceso de sucesión presidencial 2024 está tomando el camino de la aplicación de reglas que nadie respeta y la ausencia de reglas que debieran evitar los conflictos. No es la primera vez que ocurre, pero tampoco será la última. El grado de conflictividad en la sucesión es correlativo a la disputa de intereses en juego.
La sucesión presidencial en México ha sido un punto de inflexión en la reorganización de las élites y su pluralidad de intereses; por lo tanto, puede decirse que están en juegos los hilos y redes del poder político en México y la dirección del Estado.
La existencia misma del juego sucesorio es una expresión del bajo desarrollo institucional del sistema político/régimen de gobierno/Estado constitucional y de la falta de maduración de las fuerzas políticas y productivas nacionales.
Puede decirse con certeza que el bajo grado de desarrollo institucional del sistema político mexicano es producto del bloqueo que ha significado la prioridad de determinar la funcionalidad y destino de las administraciones sexenales solo en función del objetivo prioritario del presidente en turno de gobernar solo para imponer un sucesor en la presidencia.
El problema actual de la crisis de México –crisis en sus expectativas de desarrollo y de enfrentamiento de conflictos importados– radica en un sistema de instituciones articuladas al ejercicio del poder por una élite gobernante coyuntural y a la refundación formal de la república cada seis años con el nuevo presidente.
La falta de una reforma política del Estado, de las instituciones y del poder está condenando a México a quedar atrapado en las redes sexenales del poder político. Cada nuevo presidente de la república llega a imponer su versión personal del país, del Estado y del poder y gasta su fuerza en una tarea el hercúlea sin sentido y sin destino. Y al final de su periodo, escoge a su sucesor suponiendo que habrá una continuidad del proyecto que él mismo tampoco cumplió con su antecesor.
Mientras no exista una reforma del sistema/régimen/Estado, México está forzado a padecer el mito de Sísifo empujando una piedra a lo alto de la colina para dejarla caer seis años después o a la realidad del burro de noria dando vueltas alrededor de un mismo eje, aunque no faltan ahora los modelos que privilegian el enfoque eólico o sistemas que se impulsan por el viento.
El modelo de sucesión presidencial vigente en México fue inventado por el PRI para los intereses de la élite dominante del propio partido y nunca para un sistema dónde el PRI es apenas el 15% del electorado. Lo malo, sin embargo, se agrava con el hecho de que la oposición antipriísta –el PAN, el PRD y ahora Morena– han decidido seguir funcionando la estructura sistémica del PRI ante su incapacidad para promover una reforma institucional del país a favor de la construcción de una verdadera república.
La peor maldición para México sería vivir en un sistema priísta, pero sin el PRI, con las evidencias de que no hay peor político que un no priísta tratando de parecer priísta. López Obrador llegó con la bandera del nuevo régimen, pero ha dejado funcionando y aceitadas las maquinarias del sistema político del viejo PRI.
La oposición al PRI ha decidido unirse al PRI para combatir a un partido Morena que funciona como PRI. Pero lo que no se ha entendido es que el PRI terminó su ciclo histórico en 1994 y la crisis de falta de reforma institucional que padecemos desde entonces es producto de que el PRI ha tenido la capacidad auto política de reformarse de manera autónoma para sobrevivir en un sistema que no lo quiere pero que lo soporta y copia.
La sucesión presidencial del 2024 será típica del PRI, con las consecuencias inevitables para el subdesarrollo institucional de la república.