Sucesión: cambiar reglas

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El instrumento central de poder del sistema político mexicano en el México independiente, de 1835 a la fecha, ha sido el exceso de poder centralizado de la institución presidencial, a pesar de la república nació a la vida política autónoma como forma de gobierno parlamentaria.

Esta historia debe de ser recuperada en la actualidad para llegar a la conclusión de que el modelo presidencialista es la fuente de inestabilidad nacional y que se requiere de la fundación de una república de leyes, instituciones y equilibrios de contención.

La Constitución de 1824 mandaba que el titular del poder ejecutivo federal debía ser designado por votación del Congreso federal a propuesta de candidaturas por parte de las diputaciones provinciales. La Constitución de 1857 copió de Estados Unidos el modelo de elección indirecta a través de alrededor de once mil electores votados por la sociedad solo con el propósito de que votaran por el presidente de la república. Y la Constitución de 1917 introdujo la gran revolución sistémica de elección universal, secreta y directa del presidente de la república.

Desde 1824 la presidencia presenta crisis cíclicas en la renovación de su titular porque el presidente saliente se ha querido reelegir o ha buscado imponer a su sucesor para construir poderes transcuatrianuales y luego transexenales.

La clave inventada por Plutarco Elías Calles en 1939 con la fundación del Partido Nacional Revolucionario fue la creación de un poder dual ejercido por el presidente y su partido y, en los hechos, un poder unitario en la figura del presidente como jefe máximo del partido.

Las reformas políticas que ha tenido México desde su fundación independiente nunca han tocado la estructura del poder que representa la relación presidente-partido. Y una verdadera democracia de leyes e instituciones debe ya de romper ese poder binario que le otorga al presidente de la república un poder político absoluto. El presidente que magnificó el poder de poner candidatos fue Porfirio Díaz, de cuya experiencia el PNR-PRM-PRI abrevó en la refundación sistémica. Morena no ha cambiado esos métodos autoritarios.

El país ha avanzado en modernización democrática en muchas de sus prácticas cotidianas, pero sigue arrastrando el poder absoluto presidencial por el control del partido en el poder. No es fácil la construcción de un modelo alternativo porque todas las reformas deben tener el beneplácito presidencial.

El modelo más adecuado que rompe con el poder presidente-partido es el de Estados Unidos: los candidatos a gobernador y a presidente son designados en elecciones internas abiertas, sin que el presidente en turno tenga el poder para imponer candidatos.

Este modelo no es perfecto. Los presidentes Clinton y Obama manipularon al Partido Demócrata para imponerle candidatos presidenciales, aunque en las elecciones fueron derrotados por la oposición republicana. No obstante, el modelo de las elecciones internas le quitaría al presidente de la república el poder de decisión sobre la candidatura presidencial de su sucesor.

La gran reforma política y del poder que necesita México para pasar de un país sistémico a una república de leyes e instituciones radica en modificar las reglas del juego en el poder absoluto presidencial que se ejerce para designar al sucesor, porque se agrega la facultad metaconstitucional de que el presidente en turno puede usar todos los recursos del Estado y del gobierno para beneficiar la elección de su sucesor.

La oportunidad para cambiar esta regla del juego presidente-partido estaría en la existencia de una mayoría legislativa opositora en las dos cámaras del congreso para evitar intromisiones presidenciales y del partido en el poder. Lo malo, sin embargo, radica en el hecho de que la oposición existente en el México actual ha practicado ese autoritarismo político o quisiera ejercerlo en caso de ganar la presidencia de la república.

Puede decirse de manera indirecta que México no será una república democrática en tanto no cumpla con la reorganización del poder político y rompa el puente del poder absoluto que comunica la presidencia con su partido.