Colosio, asunto de Estado

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Guillermo Buendía

En la conferencia de prensa del 28 de octubre pasado efectuada en Mérida, Yucatán, el presidente Andrés Manuel López Obrador puso el caso Colosio en el contexto de la sucesión presidencial. Si Mario Aburto Martínez “está amenazado y por eso ha guardado silencio, el Estado mexicano lo protegería”, instándole “a contar su versión” que “signifique otra versión sobre los hechos… del lamentable asesinato de Luis Donaldo Colosio; fue una vileza lo que le hicieron. Entonces, sería un acto de justicia y, por lo mismo, un asunto de Estado”. A 27 años de distancia de aquella tarde del mitin en Lomas Taurinas, Tijuana, el magnicidio acusa la crisis política desatada con la designación del candidato presidencial y la insubordinación de otros por no seguir asumiendo ese acto como facultad metaconstitucional exclusiva del titular del Ejecutivo.

“Ahora, si las cosas sucedieron como están en el juicio” -supuesto presidencial que valida el proceso penal por el que el asesino confeso recibió sentencia- el caso Colosio permanecerá bajo reserva, aunque lo ocurrido no exime al régimen presidencialista de la responsabilidad política de conducir la sucesión como un acto autoritario. Por esta razón, la reconstrucción meticulosa de los hechos por parte de Aburto Martínez observada en videos, donde detalla su presencia y los momentos de disparar, junto con las declaraciones ministeriales de los escoltas del Estado Mayor Presidencial y del general Domiro García Reyes, acumuladas en miles de fojas, constatan el agotamiento total de la disciplina política para cerrar filas alrededor del candidato presidencial. Esta disciplina se rompió entre el domingo 28 de noviembre de 1993 y abril de 1994, por lo cual el presidente Carlos Salinas de Gortari nombró primero a Manuel Camacho Solís secretario de Relaciones Exteriores y luego comisionado de Paz y Reconciliación para negociar con el EZLN, y el nombramiento de Joseph Marie Córdoba Montoya, como representante de México ante el BID, con sede en Washington. El objetivo de la operación presidencial de garantizar el rumbo de la sucesión a través de estas maniobras dentro del gabinete, no pudo restituir el control sobre el principal -no el único- opositor de su decisión, quien renunció a su militancia priista y años después fundara el Partido de Centro Democrático para competir, en 2000, como candidato presidencial.

La sucesión presidencial en la era civil había dado lugar a la continuidad del régimen del partido de Estado. Los hechos cruentos de 1968 y los enfrentamientos de la clase empresarial de 1976 no alteraron el ritual del destape. El triunfo del candidato único a la presidencia de la República, José López Portillo y Pacheco, puso de manifiesto la vigencia del trámite electoral de la democracia mexicana como el modo de retener el poder a través del autoritarismo del gran elector. El peso del poder fáctico, tanto militar como del capital, siempre ha estado presente para avalar el orden establecido. Los órganos de la seguridad del Estado -la Secretaría de la Defensa Nacional y la Dirección Federal de Seguridad, entre otros- operaron grupos paramilitares de manera sistemática para asesinar, reprimir y perseguir a dirigentes campesinos, obreros y estudiantiles, así como para combatir a las organizaciones guerrilleras surgidas en esa época, cumpliendo el objetivo de respaldar con toda la fuerza del Estado el régimen presidencialista. Las presiones empresariales para desestabilizar al gobierno del presidente Luis Echeverria Álvarez, registradas al final del sexenio, perseguían mantener las mismas políticas económicas y fiscales que durante más de veinte años habían permitido la concentración de la riqueza y disfrazar de pequeña propiedad los grandes latifundios de los barones del norte para dejar sin efecto el reparto agrario. En tales circunstancias, la sucesión manejada por la clase política civil no ocultaba el autoritarismo prevaleciente de un régimen de apariencias democráticas.

La democracia del régimen presidencialista presionada por las manifestaciones sociales no controladas por el corporativismo priista concibió la reforma política por medio de la cual metía al marco legal la participación de otros partidos, el Comunista Mexicano, fundamentalmente. No obstante, la reforma no fue suficiente para alterar los mecanismos de la sucesión, aunque sí señaló el comienzo de la ilegitimidad de la designación del candidato. La alharaca de los mítines de campaña caracterizada por la estridencia del ruido de matracas y el desfile de mantas con leyendas de apoyo y estandartes de los contingentes de militantes acarreados -en 1982, al final del gobierno lopezportillista- ha de quedar registrada como el control vertical de la decisión presidencial anotada en Mis tiempos: “Los dos últimos posibles precandidatos eran Javier García Paniagua y Miguel de la Madrid… Uno, para el caso que se desordenara el país por la crisis económica y se necesitara una mano fuerte y de sabia raíz popular. El otro, para el caso de que la expresión crítica fuera fundamentalmente financiera”. El paso de García Paniagua por la policía política del Estado, la DFS, entre 1976-1978, hizo de él la mano fuerte del sistema para controlar el desorden social, aunque como presidente del PRI, en 1981, en palabras de Alfonso Corona del Rosal, “el dirigente del partido no juega en ese juego”, en clara alusión a su aspiración presidencial. También las palabras de Corona del Rosal eran un reconocimiento explícito de la facultad metaconstitucional del presidente y del rol político del partido para legitimarla.

Sin embargo, cuando comienza a perder legitimidad ese método sucesorio también inicia otro proceso del sistema presidencialista, el ascenso de la tecnocracia al poder, cuyas consecuencias más críticas se expresaron en el discurso del 6 de marzo, en el monumento a la Revolución, por parte de Luis Donaldo Colosio Murrieta. La ruptura política se resolvió con el magnicidio y la continuidad del régimen quedó garantizada con la designación del doctor Ernesto Zedillo Ponce de León, como candidato sustituto.

Los signos de agotamiento fueron más claros durante el proceso sucesorio de 1988. El presidente Miguel de la Madrid Hurtado hizo aparecer a secretarios del gabinete -sin posibilidad alguna de alcanzar la designación- junto a Carlos Salinas de Gortari. El secretario de Gobernación había sido desplazado por los intereses del modelo de desarrollo neoliberal. Los grandes monopolios transnacionales de los países industrializados presionaban para conformar gobiernos a modo con los chicos de Chicago, es decir, la tecnocracia formada en las principales universidades norteamericanas. El rol de la clase política mexicana había llegado a su fin y el legado del nacionalismo revolucionario quedó proscrito del discurso de los altos funcionarios de los gobiernos neoliberales.

Es por ello que el caso Colosio al retomarse como asunto de Estado en el contexto de experimentar, desde el poder, nuevas prácticas políticas que apunten a perfilar una democracia participativa para superar los vicios históricos de la sucesión presidencial heredados del régimen priista -la alternancia panista los hizo propios con resultados desastrosos- no ha de quedar como un señalamiento de un acto vil sino la de una apertura de procesos sociales que redefinen las relaciones de poder entre las facciones gobernantes.

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