Desde la negociación del Tratado de Comercio Libre en 1991-1993, Estados Unidos como país de dinámica imperial mundial se metió hasta el fondo de la vida política de México. La firma, formalización y puesta en marcha del acuerdo se dio una coyuntura de la sucesión presidencial de 1994, el alzamiento de la guerrilla zapatista contra la globalización y la subordinación de la política exterior mexicana a los intereses geopolíticos de Washington.
El Tratado –hay que recordarlo y reiterarlo– se dio en el contexto de lo que bien podría considerarse como la Doctrina Negroponte como marco de seguridad nacional de los Estados Unidos y la captura de la política exterior de México para subordinarse a la dinámica de dominación de la Casa Blanca.
El papel estratégico de México no fue definido por alguna élite nacional, sino que ha sido determinada por lo que se ha considerado como la maldición territorial de estar en la zona sur del imperio estadounidense. La expansión colonial de Estados Unidos al conquistar el oeste y pasar del territorio de las Trece Colonias –apenas el 10% del territorio actual de EU– a una porción dominante del continente americano ha sido el sino de la existencia histórica de México, con el dato inocultable de que la apropiación de la mitad del territorio mexicano como botín de guerra en 1847 le dio a Estados Unidos el espacio de dominación entre los dos océanos.
México nunca pudo definir una doctrina de seguridad nacional y se ha tenido que conformar con los vaivenes circunstanciales, la baja capacidad de liderazgo no siempre muy sólido del presidente en turno, la decisión del régimen del PRI de ocultar el conflicto histórico de 1847 y el fracaso en la consolidación de algún modelo de desarrollo con mayor capacidad industrial a las subordinadas ahora al capitalismo estadounidense.
Lo que salvó al PRI muchas veces de derivar en alguna colonia o protectorado estadounidense fue la existencia de un partido con una estructura de clases y de un nacionalismo de resistencia que duro hasta 1982. Los gobiernos de Miguel de la Madrid, Carlos Salinas de Gortari y Ernesto Zedillo (1982-2000) perdieron los referentes nacionalistas, se subordinaron a la conducción económica del capitalismo de EU y diluyeron la parte de la educación pública que enseñaba a los niños el papel nefasto de Estados Unidos en la historia de México.
Las sucesiones presidenciales de 1982 a 2012 se dieron dentro del juego de intereses geopolíticos de Estados Unidos en el escenario de la Doctrina Negroponte resumida en un párrafo del memorándum de Negroponte como embajador estadounidense en México publicado por la revista Proceso el 11 de mayo de 1991:
La propuesta del TCL debe ser vista en el contexto de estas tendencias reformistas que comenzaron a mitad de los años 80 y que fueron aceleradas dramáticamente por Salinas cuando tomó el poder en 1988. La propuesta de un TCL es de alguna manera la piedra que culmina y asegura estas políticas. Desde una perspectiva de política exterior, un TCL institucionalizaría la aceptación de una orientación estadounidense en las relaciones Exteriores de México.
En este contexto, las candidaturas presidenciales en las últimas seis elecciones deben tener una lectura estratégica en función de la continuidad del proyecto económico de dominación y su impacto –como establecía Negroponte, el constructor de la política de espionaje de EU de Reagan a Bush Jr.– la subordinación de la diplomacia mexicana nacionalista a los intereses estadounidenses.
La estrategia de seguridad nacional e imperial de la Casa Blanca nunca vio en el escenario político mexicano algún posicionamiento comunista o antiestadounidense; inclusive, las primeras percepciones de la comunidad de inteligencia y seguridad nacional de Estados Unidos percibió en López Obrador a un político nacionalista, pero no antiestadounidense, y se tardaron en entender en Washington el marco de referencia del tabasqueño en cuanto al modelo más cercano al autonomismo que a la confrontación.
El escenario de política exterior de Estados Unidos en el primer año de gobierno del presidente Joseph Biden es distinto al que percibieron con desdén los gobiernos de Clinton, Bush Jr. y Trump; es decir, un país con problemas nacionales tan complejos que no era necesario crearlos como mecanismo estratégico de control. Los desplantes nacionalistas de López Obrador no confrontaron la dependencia económica y geopolítica, sino que exigieron el establecimiento de un espacio de autonomía de decisión de política exterior, en el entendido de que el presidente tabasqueño desdeñaba los equilibrios geopolíticos.
La guerra de Rusia contra Ucrania está aportando elementos suficientes para replantear los mecanismos y objetivos de seguridad nacional de la Casa Blanca y su lista de intereses dominantes: Biden ha regresado a los tiempos del imperialismo de imposición de intereses nacionales estadounidenses, aplastando en el camino los precarios intereses nacionales de los países que dependen del paraguas de seguridad nacional militar-nuclear de Washington.
A diferencia de otros presidentes, Biden no parece preocupado por poner presidentes en la región Iberoamericana, sino que está centrando su estrategia en obligar a los existentes a someterse a las prioridades geopolíticas de Washington. El enfoque de la comunidad de seguridad nacional de Estados Unidos tiene claro el fracaso histórico del socialismo-comunismo como modelo económico y su dominio en las reglas del juego de producción y comercialización de bienes y servicios.
En este contexto, la lógica de seguridad nacional estadounidense no ha visto en los gobiernos populistas a un adversario ideológico, territorial o militar y tiene claro los periodos de duración cíclica de viabilidad del dominio económico del Estado en el sistema productivo. Por ello, la Casa Blanca solo está exigiendo lealtad a los objetivos estratégico-militares de Estados Unidos en el nuevo equilibrio mundial que se quiere reformular en los dos primeros años del gobierno de Biden para replantear las líneas estratégicas ideológicas con China, Rusia y Corea del Norte en simbólicos muros de Berlín.
De ahí los primeros indicios de que Estados Unidos se está interesando en el proceso de sucesión presidencial de México para propiciar un nuevo equilibrio político o ideológico que impida la disolución del Tratado y que no modifique los términos de la subordinación geopolítica a Washington. En este punto se localiza el papel intervencionista de la Agencia Nacional para el Desarrollo EU (USAID, por sus siglas en inglés) al financiar a grupos del espectro de centroderecha de México, sobre todo a los que están aliados al frente opositor neoconservador formado por el PRI salinista, el PAN anticomunista ahora articulado al ultraderechista Vox español y al PRD oportunista con definiciones ideológicas favorables al neoliberalismo salinista.
Los primeros indicios señalan que la Casa Blanca no está viendo riesgos en los principales precandidatos presidenciales de Morena, ni tampoco está previendo un radicalismo socialista-comunista de López Obrador. Pero están previniendo desde ahora establecer un marco referencial sucesorio de México dentro de la lógica de los intereses geopolíticos estadounidenses. Y se registra el hecho de que la continuidad de Biden en la Casa Blanca en 2024 sí quiere tener un aliado en México para evitar inclinaciones hacia republicanos y Trump.
En este sentido, Estados Unidos va a recuperar su papel y espacio como sector invisible del sistema/régimen/Estado que fundó el PRI y que sigue vigente en la actualidad.
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