Vivir entre la muerte

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No cabe duda que la Casa Blanca goza de unos excelentes servicios de Inteligencia: desde el 4 de diciembre, el New York Times publicó que Rusia tenía la intención de invadir a Ucrania. Tres días después, el presidente norteamericano, Joe Biden, habló vía telefónica con el dictador ruso, Vladimir Putin, para advertirle que, de hacerlo, se enfrentaría a las peores sanciones hasta ahora aplicadas. Le conminó a pensárselo bien.

El mundo se enteró –desde principios de diciembre– de esta posibilidad. Algunos creyeron que Estados Unidos estaba jugando el papel de la fábula que advierte que viene el lobo y al final nunca aparece. Es curioso, pero nadie se intranquilizó por las advertencias estadounidenses, ni siquiera los propios ucranianos, que estaban siendo prevenidos.

Pasaron las fiestas navideñas y las tropas rusas siguieron desplazándose hacia varios puntos de la frontera con Ucrania e inclusive se adentraron a territorio de Bielorrusia. Pero el mundo siguió dudando mientras el Kremlin hablaba de ejercicios militares que terminarían pronto con el retorno de las tropas a sus cuarteles.

Las imágenes de satélite norteamericanas continuaban mostrando los indicios de una invasión. Rusia lo tenía todo medido: respetó la tregua olímpica para no agriarle los Juegos Olímpicos de Invierno a Beijing, aguardó con sus tropas desplegadas en pleno invierno para, en el momento preciso, atacar a Ucrania justo en la madrugada del 23 al 24 de febrero. Una fecha marcada en el calendario ruso por ser el Día de los Defensores de la Patria. Todo tiene un significado histórico para un Putin que se considera a sí mismo un redentor, un rescatador de los viejos fantasmas soviéticos.

Pedro Sánchez, presidente de España, habla de “meses” para la preparación de esta invasión algunos analistas hablan de “años” de elucubración. Me parece que Putin le tomó el pulso al mundo con la anexión de Crimea en 2014 y con alimentar las intenciones separatistas del Donetsk y Lugansk.

Para defender a Ucrania, básicamente Occidente solo impondría sanciones. Y se preparó con el tiempo para la guerra y para la sanciones, porque Occidente no movería un músculo por Ucrania más que imponer castigos, dar dinero, recibir refugiados, dar múltiples discursos y, finalmente, enviar armas.

A Putin que debe tener todos los futuribles en la mesa, se le han movido las expectativas iniciales porque el presidente ucranio, Volodímir Zelenski, no salió corriendo. Se quedó a defender a su país, le ha plantado cara a un dictador que vende temor y presión.

Zelenski también es un patriota y está dispuesto a morir por y dentro de su país. No solo ha crecido políticamente adentro de Ucrania a lo largo de esta contienda entre David y Goliath, también por primera vez, más allá del traspatio europeo es respetado; ya nadie le reprocha que su nombre figuró en los Panamá Papers. Con su osadía ha demostrado que es un hombre valiente y no ha huido como una rata.

Y eso le ha desbarajustado los planes a Putin. Si la invasión tenía como plan inicial tomar Kiev en 48 a 72 horas e imponer un gobierno títere ya no le salió: desde Bielorrusia está listo el expresidente ucranio, Víktor Yanukóvich, aliado del sátrapa.

Se ha alargado el conflicto y esto va en detrimento del invasor, juega en su contra, porque también sufre bajas importantes de soldados, porque pierde equipo bélico, aumenta el cansancio y la desesperación.

A COLACIÓN

Después de la Segunda Guerra Mundial, en los conflictos bélicos en que los soviéticos y luego los rusos se han visto inmersos no han ganado ninguno. Afganistán quedó como su talón de Aquiles y su participación en Siria ha permitido sostener a Bashar al Assad en el poder pero ni con sus armas termobáricas han terminado de destruir al Estado Islámico.

El peor escenario para Putin es que Ucrania se convierta en otro Vietnam o Afganistán con un conflicto largo, de guerra de guerrillas, de calle por calle, de casa por casa. Hay y habrá más ataúdes de un lado y del otro, la mayoría de soldados jóvenes de entre 18 a 30 años, toda una generación perdida; vidas útiles quemadas en la destrucción.

Para la ciudadanía, el sufrimiento es creciente: sin agua, sin luz, sin gas, a merced del invierno, viviendo en sus casas orando porque esa noche no le caiga un misil. Una agonía absoluta para una población que, en su mayoría, está adentro de su país porque han salido más de tres millones de personas de Ucrania pero el país tiene 44 millones de habitantes. La gente permanece en sus casas viviendo el horror, llorando a sus muertos y a merced de la suerte.

Tampoco Putin esperó tal cohesión entre varios países de Occidente para reaccionar e imponerle tal cantidad de sanciones (y las que faltan todavía). La gran interrogante en este momento en que Zelenski acepta que Ucrania no entrará nunca en la OTAN –enviándole una señal a Putin– es cómo va a terminar esta guerra, ¿con Ucrania partida en dos y la mejor parte para Rusia?