Fin de decenio

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En memoria de Carmelita Bello.

Me recuerda mi querido y antiguo amigo Leonardo Ffrench que es
saludable recurrir a los proverbios populares en tiempos aciagos, y que si año de
pares es año de males, sin duda el año de nones que está a unas horas será año
de dones.

En este espíritu, Juego de ojos despide un 2020 de pandemia y torpezas
que confirmaron la sempiterna sentencia del llorado Jesús Robles Toyos, con un
abanico de citas y pensamientos alejados de la política y lo político, cual ha sido el
carácter de esta columna desde su nacimiento hace 28 años.

Así, escritores y poetas aparecen en escena, prestos a compartir algunas
perlas que aligeren la carga del annus horribilis que se despide y algo de
esperanza para un annus mirabilis que todos esperamos.

Por lo que al escribidor respecta, un voto de gratitud a los periódicos y
portales que un año más dieron una generosa hospitalidad a estos textos.
Comenzamos con una fruslería shakespereana. El bardo de Stratford-upon Avon se ha convertido en una obsesión académica de estudiosos y críticos que,
sospecho, no siempre han asistido a la representación de sus obras. Pero
interminables afanes de gabinete nos han dejado asombrosos datos, como los que
a continuación cito.

De la pluma de don Guillermo salieron 138 mil 198 comas, 26 mil 794 punto
y comas y 15 mil 785 signos de interrogación. En su obra hay un total de diez
referencias a estercoleros y dos a zoquetes. Sus personajes aluden al amor en dos mil 259 oportunidades y al odio en tan sólo 183. Y nos legó un total de 884 mil
647 palabras en 31 mil 959 parlamentos a lo largo de 118 mil 406 líneas.

¡Helas!, entre los sesudos papers publicados hay uno titulado “Entropía
lingüística e informativa en la obra de William Shakespeare”. No comments!
El 6 de septiembre de 1646, Juan de Palafox y Mendoza inscribió en el
opulento recinto de su biblioteca en la Puebla de los Ángeles: “El que se halle en
un beneficio sin libros se halla en una soledad sin consuelo, en un monte sin
compañía, en un camino sin báculo, en unas tinieblas sin guía… Eso me ha puesto
en deseo de dejar la librería que he juntado […] que ya es de las mayores que yo
he visto en España […] y en pieza y en forma pública y tal que pueda ser útil a
todo género de profesiones y personas.

En 1728, Benjamín Franklin compuso su epitafio: “Los restos de B. Franklin,
Impresor -cual las pastas de un viejo libro, gastadas y sin brillo la tipografía- yacen
aquí, alimento para los gusanos. Pero su obra no se perderá, pues volverá a ser
publicada, en una nueva y más elegante edición, revisada y corregida por el
autor”.

El Nobel húngaro Imre Kertész, se preguntó para quién escribe el escritor.
“Para uno mismo -respondió-. En mi caso, para estar fuera de la masa envilecida,
de la Historia que nos deja sin destino y sin rostro. Para sobrevivir, para tomar
conciencia existencial. Y porque 10 años después de volver de los campos de
concentración nazis descubrí con horror que todo lo que quedaba de esa
experiencia era una vaga impresión y alguna anécdota. Como si todo le hubiera
pasado a otro.

Víctor Hugo, el francés que nos enseñó que no hay nada más poderoso que
una idea cuyo tiempo ha llegado, sentenció que si un autor escribiera sólo para su
tiempo, “tendría que romper la pluma y tirarla”.

Para el español José Luis Alvite, la literatura carece de poder social. “La
cultura -dijo- tiene un alcance muy limitado como factor de conmoción. Los poetas,
los novelistas y los músicos pueden alentar el cambio, desearlo y poner los
medios a su alcance, pero con el tiempo, incluso el intelectual más iluso se convence de que cualquier sargento de artillería es socialmente más determinante
que el último Nobel. Y lo cierto, maldita sea, es que el único género literario con
cierta influencia social es la pancarta”.

Archibald MacLeish, el enorme poeta neoyorquino hoy tristemente olvidado,
expresaba su convicción de que “sólo la poesía puede lograr esa fascinación de la
mente que razona, esa liberación de la naturaleza que escucha, esa solución de
las deflexiones y distracciones de las superficies del sentido, mediante lo cual se
admite, se reconoce y se conoce la experiencia intensa. Únicamente la poesía
puede presentar las más íntimas y por lo tanto menos visibles experiencias
humanas en forma tal que los hombres, al leer, puedan exclamar: ‘Sí… Sí… Así
es… Es así como realmente es’”.

José Vasconcelos sostenía que hay libros que deben leerse de pie. Henry
Miller dijo que el libro enriquece al que se apodera de él con toda el alma. Goethe
sostenía que al leer no se aprende nada, sino que nos convertimos en algo.
Edmundo Valadés vivió convencido de que el libro que uno desea con toda el
alma siempre encuentra el camino hacia nosotros y, una vez hallado, nos libera
para siempre de la soledad.

Máximo Gorki encontraba que al platicar sobre sus lecturas las
distorsionaba y les agregaba cosas de su propia experiencia. Y ello ocurría porque
literatura y vida se le habían fundido en una sola cosa. Para él un libro era una
realidad viviente y parlante. Menos una “cosa” que todas las otras cosas creadas o
a crearse por el hombre.

La relación de lo humano con lo escrito fue magistralmente expuesta por
Federico García Lorca en septiembre de 1931 en la inauguración de la biblioteca
del pueblo Fuente Vaqueros, en Granada. Medio pan y un libro, tituló la alocución
en la que nos legó esta luminosa sentencia:

“No sólo de pan vive el hombre. Yo, si tuviera hambre y estuviera desvalido
en la calle no pediría un pan; sino que pediría medio pan y un libro […] Cuando el
insigne escritor ruso Fedor Dostoievski, padre de la revolución rusa mucho más
que Lenin, estaba prisionero en la Siberia, alejado del mundo, entre cuatro
paredes y cercado por desoladas llanuras de nieve infinita; y pedía socorro en carta a su lejana familia, sólo decía: «¡Enviadme libros, libros, muchos libros para
que mi alma no muera!». Tenía frío y no pedía fuego, tenía terrible sed y no pedía
agua: pedía libros, es decir, horizontes, es decir, escaleras para subir la cumbre
del espíritu y del corazón. Porque la agonía física, biológica, natural, de un cuerpo
por hambre, sed o frío, dura poco, muy poco, pero la agonía del alma insatisfecha
dura toda la vida”.

Termino este último Juego de ojos 2020 con un aguinaldo navideño: “Ars
Poetica” de MacLeish (1926) en la versión castellana de Benjamín Valdivia:
Un poema debiera ser palpable y mudo / como un fruto redondo, / mudo /
como los viejos medallones al tacto, / silencioso como la piedra gastada / de los
balcones donde crece el musgo— / Un poema debiera ser sin palabras / como el
vuelo de los pájaros.

Un poema debiera estar inmóvil en el tiempo / conforme sube la luna, / y
dejar, como libera la luna / rama por rama los árboles enredados de noche, / dejar,
como la luna tras las hojas del invierno, / recuerdo tras recuerdo a la mente — / Un
poema debiera estar inmóvil en el tiempo / como la luna al salir.
Un poema debiera ser igual a: / no cierto. / Para toda la historia del dolor /
un pórtico vacío y una hoja de maple. / Para el amor / los pastos inclinados y dos
luces sobre el mar — / Un poema no debiera significar / Sino ser.
Después de esto dan ganas de gritar, con Shelley: Ociosos retornaron los
dioses a su hogar, / el país de la poesía, inútiles en un mundo que, / crecido bajo
su tutela, / se mantiene por su propia inercia.

¡Carajo! ¡Mi reino por un poema!

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